La Constitución dominicana instituye la separación de los poderes en el Gobierno de la nación. El artículo 4 establece que: “el Gobierno de la nación es esencialmente civil, republicano, democrático y representativo. Se divide en Poder Legislativo, Poder Ejecutivo y Poder Judicial. Estos tres poderes son independientes en el ejercicio de sus respectivas funciones. Sus encargados son responsables y no pueden delegar sus atribuciones, las cuales son únicamente las determinadas por esta Constitución y las leyes”. Esta separación solo se hace efectiva cuando estos tres poderes funcionan de manera independiente. Esto último, tomando en cuenta lo dispuesto en el artículo 99: “Toda autoridad usurpada es ineficaz y sus actos son nulos”.

Es importante mencionar que la doctrina clásica de la división o separación de poderes determina que solo el órgano legislativo puede dictar leyes, abrogarlas, derogarlas o modificarlas. Asimismo, al órgano Ejecutivo se le reconocen constitucionalmente amplias normativas. Los Tribunales Constitucionales fueron concebidos por (Kelsen, 1988) como legisladores negativos, en el sentido que pueden anular, eliminar o expulsar del orden jurídico las normas que contrarían los preceptos de la Carta Magna, ejerciendo una potestad de carácter eminentemente negativo con referencia a la Ley.

Sin embargo, la doctrina iuspublicista contemporánea desecha el dogma de la división de los poderes como un principio rígido que separa las funciones del Estado, asignándolas a órganos diferenciados y con ámbitos de actuación exclusivos. Por el contrario; la interacción y coordinación de poderes parece ser la regla de oro de una sana administración, de suerte que los tres órganos son legisladores, ejecutores y aplicadores de sus normas. El respeto por los principios republicanos, en consonancia con nuestro diseño institucional, exige el diálogo entre poderes, más cercano a la idea de frenos y contrapesos de Madison que a la separación estricta de poderes de Montesquieu.

En la actualidad, este modelo es insuficiente. Paulatinamente se va demostrando que la tarea crucial de los tribunales constitucionales es la interpretación de los preceptos constitucionales. Esto, supone suministrar a jueces, legisladores, abogados y funcionarios criterios orientadores generales relativos, no solo al sentido de las cláusulas constitucionales; sino, a cómo deben interpretarse y aplicarse las leyes ordinarias, para que esa interpretación y aplicación se adecue a los mandatos de la Constitución. Lo cual se consigue, no sólo mediante las mencionadas sentencias interpretativas, sino también mediante orientaciones y advertencias a los poderes públicos, respecto de cómo debe entenderse la legalidad existente.

Esto conlleva a alcanzar una unidad en el funcionamiento estatal y facilita lograr un bienestar colectivo porque aun cuando los poderes están separados, sus acciones están encaminadas a lograr el bien de la nación y el beneficio de la sociedad.

En la separación de poderes, la labor del Tribunal Constitucional no consiste en castigar al legislador que deja de cumplir su mandato específico, sino tratar de dotar de plena eficacia al precepto constitucional que carece de ella, puesto que como poder constituido y como defensor de la Constitución, su tarea consiste en perseverar por la plena aplicación de los enunciados constitucionales. La jurisdicción constitucional, cuando anula un precepto legal lo hace porque la preservación de la supremacía de la Constitución impone la exclusión de una ley incompatible con sus disposiciones, no porque pretenda establecer la regulación jurídica que le parezca más conveniente en una determinada materia.

Si los poderes, en vez de actuar conforme a sus atribuciones crean un clima de lucha y competencias entre sí, las libertades se verán afectadas y esa confrontación desencadenará inoperancia y desenvolvimiento ineficaz del Estado. Es por esto que, resulta de trascendental importancia que cada parte cumpla su rol, no por voluntad sino por Ley.

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