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Muchos nos lamentamos con frecuencia de la falta de cualidades morales en buena parte del liderazgo nacional, no solamente político, sino de todos los géneros, que ha erosionado su credibilidad, y la confianza y el respeto de la sociedad.

Aunque durante años se han aprobado leyes para lograr sanear instituciones estableciendo reglas que supuestamente garanticen esto, la realidad es que nada puede suplantar lo que es el sentido ético de cada ser humano que lo llevará a conducirse bien aunque no exista un precepto legal que lo obligue a hacerlo, si se trata de una persona íntegra y de bien, o de lo contrario actuará conforme su falta de valores a pesar de la existencia de mandatos legales que con sus malas prácticas intentarán siempre sobrepasar, apostando a que la histórica impunidad que ha reinado en nuestro país los beneficie.

Por eso ha habido y hay personas que independientemente de que conforme a la ley sean inamovibles en los cargos que ocupan, estén protegidos por mecanismos de autonomía y sean beneficiarios de remuneraciones diseñadas para promover la captación de personas idóneas y evitar tentaciones, han demostrado en los hechos que no importa cuán protegidos estén por la ley para ejercer sus funciones de forma responsable e independiente, ni que tan alto sea su salario, pueden actuar de forma complaciente, irresponsable y deshonesta, mientras otras en iguales o peores condiciones, actúan guiadas por la ética, apegadas a su código de conducta, y están dispuestas a decir que no a todo aquello que los vulnere, asumiendo las consecuencias.

La trayectoria de los seres humanos les hace merecer respeto o ganarse el irrespeto, y aunque pueden existir loas compradas, estrategias efectivas para promocionar falsos liderazgos, ataques injustificados, mentiras diseñadas para hacer daño, generalmente el tiempo coloca las cosas en su justo lugar y permite que se distinga quien es quien.

El honor, según lo define la Real Academia de la Lengua es la “cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo”, y también la “gloria o buena reputación que sigue a la virtud, al mérito o a las acciones heroicas, la cual trasciende a las familias, personas y acciones mismas de quien se la granjea”. Esta cualidad moral es escasa y se percibe que lo es cada vez más, pues para muchos importa más el poder efímero y el disfrute que otorgan las posesiones materiales, que el intangible respeto que pueda merecerse y la paz que da la tranquilidad de conciencia.

En estos tiempos de famas instantáneas, de opiniones a la ligera y de actuaciones en el plató del espectáculo público de las redes sociales, algunos quieren merecer las fugaces glorias de sus minutos de fama pero al mismo tiempo se resienten cuando los seguidores opinan sobre sus decisiones personales, esos mismos a quienes les dieron el derecho de compartir sus álbumes de fotografías convertidos en objeto público, y gracias a quienes lograron adquirir notoriedad o quienes les dieron su voto.

La preocupación por el respeto al derecho al honor y la dignidad humana data de hace tiempo y su protección también es añeja, como la han consagrado no solo convenciones internacionales como la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 y la Convención Americana de Derechos Humanos, la mayoría de las Constituciones como es el caso nuestro, y como legislaciones en diversos países han buscado hacer, casi siempre acompañadas de la intención o el resquemor de que sean instrumentos para amordazar la libre expresión.

Nuestros legisladores que han carecido de una valoración positiva generalizada en nuestra sociedad, respecto de quienes el nivel de confianza es bajo conforme a mediciones internacionales, deberían preocuparse más por granjearse una buena reputación en base al cumplimiento del deber, que en intentar aprobar nuevas leyes para proteger su propia estimación, y su nombre, poniendo limitaciones al ejercicio de la libertad de prensa bajo la excusa de evitar intromisiones o afectaciones a su imagen, que al mismo tiempo quieren edificar a golpes de flashes. El verdadero honor se construye con buenas acciones, las cuales más allá de las vías legales ya existentes para defenderlo, constituyen su mayor y mejor defensa.

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