El tiempo pasa y nos vamos adaptando a aquellas personas y entornos que nos rodean.

Pensamos que todo será igual por siempre.

Creemos que las cosas, como están se deben quedar.

Cuando la vida y sus diversas situaciones no nos resultan tan complicadas, aunque deseamos que sean mejores, preferimos no alterar las cosas, quizás por no hacer mayores esfuerzos.

Conforme pasan los años nos llegamos a acostumbrar hasta a lo impensable.

Nos vence el cansancio y dejamos de esforzarnos por aclarar ciertas dudas.

A veces pienso y creo que es así, que lo que pasa es que sencillamente la madurez va cambiando el orden de nuestras prioridades e intereses.

Es así, como ya no es lo que uno quiere, si no lo que más conviene.

Ya no se trata de lo que nos gusta o no, si no de lo que tenemos permitido.

En otras ocasiones solo nos dejamos llevar, sin poner resistencia, arrastrados por la corriente, sin fe, sin esperanzas o simplemente resignados a lo inevitable.

Es curioso que cuando suceden cosas que nos estremecen, que destruyen nuestro mundo y arrasan con todo lo que creíamos nuestro, nos invade el terror, sentimos que lo hemos perdido todo y en vez de actuar, nos desgastamos en lamentarnos o nos empeñamos en buscar culpables para establecer sanciones.

Lo cierto es que la vida nos puede cambiar en un momento y a veces, en ese momento algo se muere dentro de nosotros, algo se quiebra y por más que tratemos de unir los pedazos rotos, jamás podremos borrar las cicatrices.

Muchos hechos, gestos, palabras y actitudes nos dejan claro que las cosas ya no son las mismas.

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