A Juan Pablo Duarte, el padre de la patria, como centro de nuestros empeños, siempre es prudente recordarle. Y no solo en enero, mes de su nacimiento, ni en febrero, mes de la Independencia Nacional, ni como muchos oportunistas, de forma ocasional, sino siempre, permanentemente.

Personalmente, cada vez que pienso en Duarte, me llega a la memoria la figura de Juan Isidro Pérez de la Paz, en quien el patricio tuvo a su más amado discípulo y quien también entregó a la causa todo lo que tenía y nunca desmayó en sus desvaríos por la “independencia pura y simple”.

Juan Isidro tuvo hasta su muerte una vida llena de infortunios. Fue objeto de persecuciones políticas, estuvo preso por sus ideales, fue exiliado, perdió una mano al parecer afectado por el cólera, padeció demencia e, inclusive, no se sabe dónde está enterrado. Sin embargo, nunca desmayó en su fidelidad al ideal de su mentor y amigo Juan Pablo Duarte ni en su amor total y desinteresado por la patria.

Se tiene por hijo de Josefa Pérez de la Paz, en cuya casa se fundó el 16 de julio de 1838 la sociedad secreta La Trinitaria, siendo Juan Isidro uno de los nueve iniciados. Es decir, es uno de los padres fundadores.

Participó, previo a la Independencia Nacional, en el Movimiento de la Reforma contra el presidente haitiano Jean Pierre Boyer, tan activo y valiente –era considerado el principal espadachín de su época– que es nombrado capitán de una de las compañías de la Guardia Nacional.

Luego, ante la persecución desatada contra los cabecillas del movimiento independentista por las autoridades haitianas debe, junto a Duarte y Pedro Alejandrino Pina, exiliarse. Regresa al país el 15 de marzo de 1844 a bordo del Bergantín Leonor, ya proclamada la Independencia Nacional.

Fue secretario de la Junta Central Gubernativa hasta que Pedro Santana la disolvió y asumió todos los poderes políticos. Entonces, fue declarado junto a Duarte y otros trinitarios como traidor a la patria y condenado a un perpetuo exilio.

Regresó al país en 1848 ya enfermo, de esta época es el mote de “Ilustre loco”, estuvo varias veces preso y muere el 7 febrero de 1868 de cólera –loco, olvidado, pobre y hasta manco–, en el Hospital Militar de la ciudad de Santo Domingo. No se sabe el lugar de su entierro. Qué destino más cruel para uno de los pocos que tiene tantos méritos en la entrega por la Independencia Nacional, pura y simple y sin doblego, como el mismo padre de la patria.

De él transcribo un fragmento de una carta de septiembre de 1845, que dirigiera a su amigo, mentor y maestro Duarte:
“Nuestra conciencia, nuestra honradez y la patria, paréceme nos imponen el deber de sufrir hasta tanto brillen días más serenos… yo estoy a tus órdenes, nunca pienses nada sin hablar conmigo; que, si me ha faltado juicio, puede que en lo sucesivo me sobre un tantito”. (Apuntes de Rosa Duarte, pág. 137).

Quise escribir de Duarte atribulado y me quedé en Juan Isidro Pérez, el “Ilustre Loco”, pero estoy tranquilo: es casi lo mismo.

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