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Para la historia, la noche del 30 de mayo del 1961, solo señala la muerte física de quien hizo de la República Dominicana, su hato personal y a quienes vivían en ella, sus marionetas. Edificó un régimen despótico, tiránico, donde las libertades fueron inmoladas en nombre del progreso material. Rafael Leónidas Trujillo Molina, con todos sus nombres pero sin sus infinitos títulos, paridos por la adulonería de sus acólitos, representa un fenómeno histórico-social, que ha merecido infinidad de estudios y obras, por la particular extensión de su monstruoso régimen tiránico, la anulación de las libertades ciudadanas, el brutal condicionamiento de la ciudadanía, la organización del Estado Dominicano según sus caprichos, la creación de un aparato productivo y una economía amoldadas a su antojo y beneficios personales. La simbiosis entre Estado, Gobierno y persona no tenía límites ni fronteras. Hoy a 61 años del acto de valentía suprema que supuso el tiranicidio, su espíritu ronda y se manifiesta en la vida pública y en infinidad de situaciones personales. La figura de Trujillo se desdobla en las generaciones que le han sucedido, y que no conocieron lo que significaba vivir bajo el terror de un régimen que había permeado la intimidad personal, sustituyéndola por el miedo, la desconfianza y el temor a ser víctima de alguna manera, de las arbitrariedades y abusos de sus personeros. El miedo fue símbolo nacional y en ello basó Trujillo el establecimiento de su régimen de dolor. Inició formando una banda de matones y asesinos, la 42, que impuso un terrorismo personal para doblegar a sus oponentes y adversarios. Era la clara señal de lo que sería la estructura de su gobierno. Trujillo era metódico, tenía un pensamiento propósito y sabía cómo manejar el poder y lo que ello significaba en un país de campesinos, montería y revoluciones. Ejecutó un malévolo plan de manejo de la gente, aprovechando de manera inteligente las oportunidades del ambiente histórico, la geopolítica y las experiencias aprendidas de la intervención americana, que terminara pocos años antes de su “elección” como presidente. Implacable, inescrupuloso, maniaco con el orden y la disciplina, megalómano, incapaz de olvidar una afrenta, organizó un régimen de pirámide invertida con control de los más mínimos e intrascendentes detalles de la vida nacional. La denuncia y el “chivateo” que hoy le permiten a los organismos de seguridad, averiguar lo que quieren saber, es herencia absoluta de ese Trujillo que vive muerto entre nosotros. El autoritarismo y las “órdenes superiores” que nacieron en la mal llamada Era de Trujillo, sigue viva entre nosotros. Pero esa influencia, en múltiples ocasiones perversas, va mucho más allá que la simple “jefatura” y los abusos que ello trae aparejado. Se manifiesta de manera espontánea como si fueran actitudes instintivas como sello del dominicano de hoy. La “transición” vivida durante los largos mandatos de Joaquín Balaguer, acentuaron las características del trujillato, que hoy subsisten. Fue sin dudas el heredero máximo del ejercicio político, basado en estrategias del régimen del “jefe”. El régimen de Trujillo fue solo posible por él y sus propias circunstancias, parodiando a Ortega y Gasset

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