La traducción jurídica como actividad intelectiva cuenta con regulación intrínseca, vista a través de la equivalencia funcional, en tanto que el intérprete, con apoyo en su autosuficiencia lingüística, debe hurgar en su estructura cognitiva los términos idiomáticos compatibles entre las lenguas involucradas, en busca de coherencia, claridad, precisión y concisión semántica, pero además apelando a la regla minimax para lograr la máxima eficiencia con el mínimo uso del acervo lexical, en apego estricto del criterio retórico atinente a la economía verbal.

Luego, dando una ojeada en retrospección, salta a la vista que la traducción jurídica como práctica social, como actividad u oficio halla su raíz histórica en el surgimiento de la escritura, instrumento inventivo que permitió el registro y la expansión de la sabiduría humana, entre cuyas primeras manifestaciones sapientísimas puede colocarse el Derecho como disciplina científica que fue eternizada en el tiempo, a través de semejante recurso de creación homínida.

Hoy, como profesión, la traducción jurídica pudiera hallar la debida regulación en la Ley núm. 358-05, del 9 de septiembre de 2005, cuyo amplio contenido procura conciliar los intereses de los consumidores y proveedores de bienes de libre transacción comercial, así como las prerrogativas consagradas en dicha legislación, tanto para los prestadores de servicios como para los usuarios de tales objetos intangibles.

En efecto, el artículo 3 de dicho estatuto jurídico define el servicio como cualquier actividad o prestación que sea objeto de una transacción comercial entre proveedor y usuario, incluyendo las suministradas por profesionales liberales, cuya regulación queda enmarcada inicialmente en las cláusulas contractuales de libre estipulación entre tales sujetos firmantes.

Como servicio público, la traducción jurídica halla su marco regulatorio en los artículos 99 y siguientes de la Ley núm. 821, del 21 de noviembre de 1927, sobre organización judicial, cuyo contenido establece el órgano competente que les confiere el nombramiento a los intérpretes judiciales, previa observancia de los requisitos habilitantes para dicha designación, el dominio lingüístico del inglés o francés, la jurisdicción territorial donde prestarán semejante ministerio, el protocolo de los actos instrumentados, el juramento exigido, el cumplimiento de las condiciones inherentes a los documentos idiomáticamente doblados, así como la obligación de realizar las funciones forenses requeridas, entre otras tareas oficiales.

Así, la traducción forense puede verse como aquella dada en sede jurisdiccional, durante el curso de cualquier proceso judicial para prestar un servicio legal, fiable y veraz, en tanto dimana de un traductor, adscripto al sistema de justicia y provisto de credencial oficial, tras ser reclutado mediante concurso de oposición, o por recibir un nombramiento específico, a fin de realizar determinada interpretación propia de esta función.

En sede de la justicia penal, el acceso a la traducción forense suele ser una de las garantías mínimas de carácter fundamental, encuadrada dentro de los derechos humanos, cuyo contenido esencial queda bajo el socaire de la tutela judicial efectiva y del debido proceso de ley, a sabiendas de que tales principios cuentan con regulación jurídica de alcance constitucional, dimanante del derecho supranacional.

En efecto, tanto a nivel universal, a través del artículo 14 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, instrumento jurídico votado en el seno de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), como en el sistema interamericano de carácter regional, donde tiene vigencia la Convención Americana sobre Derechos Humanos, cuyo cuerpo normativo igualmente registra el artículo 8 para regir dicha prerrogativa.

Ello sabido, cabe agregar que en nuestro país existe en la estructura organizativa del servicio de la administración de justicia una división institucional para tener registrada una planilla de traductores judiciales, calificándoles como oficiales de la justicia, donde comparten semejante mérito con los notarios y alguaciles, de suerte que a los intérpretes forenses se les considere como integrantes de la rama jurisdiccional.

Debido a la función fedataria del traductor forense, tal como ocurre con la notaría, salta a la vista entonces la imperiosa necesidad de que los intérpretes judiciales cuenten con la garantía jurídica de la colegiación profesional para propiciar su crecimiento institucional, académico, científico, técnico, cultural y artístico, entre otros fines reivindicativos, por tanto, cabe sugerirles a los honorables legisladores la reintroducción de la perimida iniciativa de ley, cuyo articulado normativo va a regir similares atributos propios de la meritocracia organizativa.

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