En estas últimas semanas hemos leído mensajes de diversas agencias de las Naciones Unidas y comunicados de altos funcionarios del gobierno de los Estados Unidos en los cuales han calificado a la República Dominicana de un país racista.

Aunque ha podido producirse ocasionalmente algún tipo de manifestación racista la verdad monda y lironda es que mayoritariamente los dominicanos de hoy y de antaño nunca han discriminado a personas por su color o por su nacionalidad.

En el país jamás han existido escuelas segregadas, autobuses en los que personas de color hayan sido obligadas a ocupar los asientos traseros, equipos de beisbol exclusivamente para peloteros de una misma raza, prohibición de matrimonios interraciales, playas destinadas únicamente para blancos, y mucho menos locales con letreros en los que se prohíbe la entrada de negros y perros.

Por el contrario, siempre hemos contado con una comunidad en la cual se observa a simple vista el más variado colorido, tal como me decía en una oportunidad un amigo extranjero, asombrado porque cada dominicano en su piel mostraba un color diferente. Como pueblo somos un crisol de razas, una “comunidad mulata” la llamó Pedro Andrés Pérez Cabral (Corpito) en su libro de análisis sobre la composición de la sociedad dominicana.

A diferencia de Haití en donde siempre ha existido una lucha de naturaleza racial entre mulatos y negros, conflicto que ha sido determinante en toda su historia, tal como lo revela David Nicholls en su libro “De Dessalines a Duvalier, raza, color y la independencia de Haití”, en la República Dominicana nunca se han producido disputas por el color de la piel, lo que se explica por la naturaleza que tuvo la esclavitud en uno y otro territorio, pues en el oeste, como lo enseña Juan Bosch, se explotaba cruelmente a los esclavos traídos de África, y en el este, por el contrario, como se vivía en extrema pobreza las esclavas terminaron por servir en el hogar y los esclavos encargados de cuidar el ganado y de explotar una pequeña parcela en donde cultivaban y cosechaban los frutos de su alimentación.

La esclavitud haitiana fue de explotación, la nuestra, en cambio, fue patriarcal, y esta característica contribuyó a que los colonizadores blancos terminaran por habitar y convivir con sus antiguos esclavos.

Antonio Sánchez Valverde, esclavista, lo dice con estas palabras: “la causa más criticable que originaba la libertad de tantos negros y la vida descansada y libre que estos llevaban, radicaba principalmente en las relaciones eróticas entre amos y esclavas”.

En ese hecho histórico descansa el origen de nuestra integración racial, que nunca ha albergado resentimientos por razones de color o raza, a contrario de lo acontecido en Haití, que desde su independencia hasta el presente ha sufrido en su vida social y política una agitada y trágica lucha entre negros y mulatos.

La mejor demostración de que no existe un sentimiento racista contra los haitianos ni hostilidad contra Haití es la generosidad con que el Gobierno y el pueblo dominicanos respondieron en el 2010 al producirse el terremoto que lo devastó. República Dominicana fue el primer país que acudió en su ayuda, su presidente, Leonel Fernández fue el primero en visitarlo, una ayuda en alimentos y en maquinarias traspasó la frontera, nuestros hospitales acogieron los golpeados por el sismo y numerosos hogares abrieron las puertas para recibir a los que habían quedado sin techo.

Ni las Naciones Unidas ni el gobierno norteamericano nos pueden exigir mayor solidaridad. La presencia de nacionales haitianos es cada día mayor en el país con el riesgo que tal migración conlleva para las finanzas públicas y para las políticas sociales que deben aplicarse en beneficio de los dominicanos más desposeídos. Las repatriaciones o deportaciones de migrantes ilegales es un derecho que nos asiste como país soberano, y siempre que se hagan con el respeto debido a los derechos humanos, no deben ser objeto de críticas ni de acciones de retaliación.

Desde luego, una política migratoria debidamente estructurada y organizada debe acompañar estas repatriaciones, pues de lo contrario el país se expone a que el flujo continue. Por tanto, en los momentos en que la migración ilegal se ha desbordado por causa de un Haití cuyo Estado ha colapsado es urgente y necesario que se enfrente con determinación y medidas legales la mafia dedicada al tráfico ilícito de personas, se termine de inmediato con la venta de visa en los consulados dominicanos que operan en el país vecino, se organicen los mercados binacionales para que los visitantes retornen terminadas sus operaciones y se aplique estrictamente la norma legal de no más de un veinte por ciento de extranjeros en el personal de una empresa, pues solo de este modo evitaremos los ruidos que hoy injustamente quieren empañar la imagen del país.

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