Leonardo Gil

De manera temprana muchos aspirantes se preparan para las elecciones presidenciales en 2028. En un país donde la mayoría de la población tiene menos de 35 años, no sorprende que muchos jóvenes hayan lanzado o insinuado sus aspiraciones. Lo que sí preocupa es que, más allá de la edad biológica, el discurso y las prácticas que exhiben muchos de ellos parecen calcadas de la vieja política.

La presencia de nuevos rostros en la política ha generado expectativa, pero también frustración. La esperanza de que una nueva generación irrumpiera con ideas frescas, lenguaje inclusivo, visión de país y compromiso con una política distinta se ha ido desdibujando. Juventud sin propuesta no es cambio, lo que abunda son perfiles jóvenes que repiten las mismas fórmulas vacías.

Un TikTok no es una propuesta. Un slogan atractivo no es un plan de gobierno. El riesgo de esta camada es que termine siendo el nuevo envase de la misma sustancia vencida: la política del espectáculo, del “tú me das y yo te apoyo”, del que, en vez de innovar, reproducen.

La vieja política se manifiesta en prácticas, no en fechas de nacimiento. Es la política de la improvisación, delcaudillismo, del cesarismo, de la promesa sin sustento, de la lealtad partidaria por encima de la competencia profesional.

Ser joven no es mérito en sí mismo. El liderazgo no se mide por la edad del candidato, sino por su capacidad de entender los retos y plantear soluciones viables. La juventud tiene un gran valor, pero debe acompañarse de preparación, visión, valentía para incomodar estructuras caducas y compromiso con la transformación institucional.

Los jóvenes líderes que aspiran a gobernar no pueden conformarse con ser herederos de los vicios de sus antecesores. Necesitan atreverse a construir algo distinto, incluso si eso implica pagar el costo político de no complacer a los viejos padrinos de siempre.

La ciudadanía demanda ideas nuevas, no quiere más “líderes” que solo saben mover masas sin mover ideas. Y lo alarmante es que parece que ni los viejos cambian ni los jóvenes innovan. El problema no es de edad, sino la antigüedad de sus ideas. La juventud no debe ser disfraz para viejos hábitos. El país necesita más que caras, ideas y mentes nuevas, prácticas nuevas, ética nueva y una visión que no repita el pasado, sino que lo supere. Porque el cambio no viene con la edad, sino con el coraje de hacer las cosas de manera distinta.

En el 2028, no bastará con ser joven. Habrá que ser distinto. Y para eso hay que atreverse a pensar más allá del partido, del cargo, más allá de las elecciones. De lo contrario, la vieja política seguirá ganando, incluso en cuerpos nuevos.

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