Históricamente -o más concretamente después de la dictadura trujillista- las alianzas, coaliciones o bloques opositores en nuestro país, con contadas excepciones -1978 y 1996- han significado momentos de inflexión o ruptura; unas veces, como la de 1978, de salida sociopolítica e ideológica a un estado de excepción represivo y autoritario -el bonapartismo balaguerista 1966-78-; o, como en 1996, relevo político-generacional de un liderazgo nacional-caudillista, pero sin contenido ideológico y matizado por el cierre político-electoral a un liderazgo populista-democrático que encarnaba José Francisco Peña Gómez, bajo la consigna-prejuicio “…el camino malo está cerrado….” -de Joaquín Balaguer- en la idea o ajuste histórico, equivocado, de un adversario que, política y socioculturalmente, era una hechura nacional de dimensión y liderazgo internacional. Cerrarle así, fue la última afrenta trujillista-balaguerista y para nuestra frágil democracia una mancha indeleble; aunque aquel triunfo político-electoral fuera válido, más no sus motivaciones e increíbles simbiosis: el Balaguer déspota ilustrado y el Bosch ético-liberal y de visión-enfoque marxista, ya menguado en su lucidez.

Luego de ahí; y del Acuerdo de Santiago -1974-, lo que hemos “construido” o visto como alianzas no ha sido más que repartición del organigrama estatal sin ningún reparo-compromiso programático, y donde lo político-electoral coyuntural ha predominado en el contexto de un clientelismo degradante de la política no como ciencia o gestión pública para impactar favorablemente, si no como mercado persa. Por supuesto, lo anterior no quiere decir que tales alianzas políticas-electorales no hayan sido motores de cambios y avances sustanciales en materia de infraestructura y crecimiento económico -y unos que otros institucionales-, sino que el aspecto ideológico-programático no ha sido, en la práctica, el sustento-orientación de esas conjunciones políticas, sino más bien, la continuación o acentuación de tres déficits antidemocrático: caudillismo, continuismo y presidencialismo.

De modo que, las alianzas no son buenas ni malas, si no que expresan, o deberían expresar afinidad ideológica-programática o, en último caso, un eclecticismo político-ideológico tras la consecución de un objetivo superior, como en 1978, más no suma de siglas para empujar agendas de partido-bazar o de simple repartición del organigrama estatal.

Y ese ha sido el gran déficit de las alianzas en nuestro país -el aspecto programático-, al que se le suma ahora chantaje, correlación de fuerzas -política-electoral- de percepción por encargo o bosquejo de alianzas de sobrevivencia (en el contexto, por otro lado, de la antipolítica de políticos-técnicos-empresarios -!Algo insólito!-). Unas, en el ocaso, y otras en franca desaparición, pero cuyos “líderes” o propiciadores tienen, con contadas excepciones, más talante de mercaderes que de políticos tras algún altruismo a pesar de sus peroratas discursivas. En fin, todos quieren alianzas -unos más que otros, y de conveniencias personales-, pero con la vista puesta en el reparto y no en la construcción de un país más próspero e inclusivo. Aunque ese sea el discurso, que, luego -ya en el poder-, tiran por la borda, pues nadie exige cuenta ni apego a lo ético-institucional.

En fin y por fin, !démosle contenido a la política!

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