Si hay algo que caracteriza el ejercicio del poder en nuestro país, es saber que cada gobierno que termina o se vislumbra su desgaste final será etiquetado como el más corrupto, el peor de la historia o el que marcó un antes y un después en cualquier dirección. Y este gobierno no será la excepción -ya lo estamos viendo-, pues somos un país de mirada, si se quiere, corta.
Ya monseñor Fernando Arturo de Meriño -1833-1906- lo sentenció en mil ochocientos y tantos: “Tan fácil es pasar del destierro al solio, como del solio a la barra del senado”. Sin embargo, el disfrute o ejercicio del poder tiene cita ineludible -ONU-New York-, aunque lo obviemos; y allí, en las calles, plaza pública o pasarela de esa urbe-, cualquier presidente en ejercicio, en algún momento, vivirá lo que otros presidentes ya sufrieron, aguantaron y escucharon, y sabrá que el poder, como ya sabemos, es transitorio.
Por ello, ningún político, presidente u oposición deben obviar esa recurrencia histórica o idiosincrasia, pues, tarde que temprano -si alcanza el poder-, sabrá que lo que ayer era merecido para otro, hoy lo es para uno -en el grito-repudio de ocasión-, de modo que solo cambia el tiempo, el presidente de turno, pero no el dictamen, merecido o no. Es como el refrán aquel saber poner “barbas en remojo”. No saberlo, es ingenuo.
Sin embargo, la más grave o difícil maniobra política de cualquier presidente en ejercicio es, como me dijo un exembajador y teórico -de nombre bíblico-, saber cuándo el poder o la popularidad va bajando o desciende y, en consecuencia, hacer el debido aterrizaje, pausado y apegado al protocolo, para evitar accidentarse estrepitosamente.
Y entre esas tentaciones o no saber aterrizar están: querer seguir bajo cualquier subterfugio -ejemplo, Horacio Vasquez-, hacer reformas inoportunas -de cualquier índole-, anunciar iniciativas y dejarlas tiradas en el andén; o peor, adjudicarse obras o realizaciones de otros.
Pero lo más duro y cruel es que, al final, cualquier gobernante sabrá que mientras más se aproxima la hora de descender del solio presidencial la soledad del poder y las deslealtades se van haciendo patéticas, y que lo que antes fue experiencia de otros -por ejemplo, ser repudiado o vilipendiado en público-, ahora lo vivirá en carne propia.
¡Vaya paradoja del ejercicio de gobernar en nuestro país!
Por ello, hay que cuidar no gozar mucho la desgracia ajena ni sollarse en mal de nadie, injusticias o retaliación política pasajera. O como dice la canción-poesía -Machado-Serrat- : “Todo pasa y todo queda….”. Así de sencillo y patético.