El ciberdelito o cibercrimen es toda actividad ilícita que se realiza mediante dispositivos informáticos o en el ciberespacio en perjuicio de algún individuo u organización, pública o privada. Hoy en día, debido a los avances tecnológicos, la evolución de las telecomunicaciones, el boom de la globalización, entre otros factores, hacen del ciberespacio el entorno en el que más pasamos tiempo, donde generamos y compartimos información y donde se mueve, en gran medida, el dinero.

La República Dominicana cuenta desde 2007 con una ley sobre crímenes y delitos de alta tecnología (Ley núm. 53-07), cuyo objeto es la protección integral de los sistemas que utilicen tecnologías de información y comunicación y su contenido, así como la prevención y sanción de los delitos cometidos contra éstos o cualquiera de sus componentes o los cometidos mediante el uso de dichas tecnologías en perjuicio de personas físicas o morales.

Esta forma de delincuencia también se va perfeccionando, se van desarrollando mejores técnicas y, como sucede con la delincuencia común, el crimen avanza y la norma tiene que ir detrás, con el elemento añadido que respecto a la ciberdelincuencia ese avance es exponencial.

Para entender la incidencia local, los datos de la Oficina Nacional de Estadística (ONE) refieren a que en 2022 al menos un 22% de los dominicanos fue víctima de algún ciberdelito. Según el Departamento de Investigación de Crímenes y Delitos de Alta Tecnología (DICAT), en nuestro país los ciberdelitos más comunes son las distintas modalidades de estafa, la extorsión, el phishing (que es el fraude para obtener la información privada, usualmente a través del email), el robo de identidad, el acceso ilícito a sistemas o equipos informáticos y el skimming (que consiste en la clonación de tarjetas bancarias para uso fraudulento).

Ahora bien, este fenómeno de delincuencia adquiere otros matices si tomamos en cuenta el factor transnacional, y es que en un altísimo porcentaje los sujetos activos (quienes cometen el ilícito) y los sujetos pasivos (víctimas) se encuentran en países distintos, los actos se pueden realizar desde cualquier parte del mundo y el delincuente se siente seguro pues no se expone físicamente a la víctima, lo que representa un reto adicional para las autoridades y desincentiva a las víctimas a su persecución efectiva.

La dispersión entre víctimas, delincuentes y estructuras en diversas jurisdicciones, unida al anonimato de las conductas, hacen de la investigación y posterior juzgamiento un reto mayúsculo, imposible de materializar sin adecuadas formas de cooperación, es por eso que vemos tan campantes a los popularmente conocidos en el país como “chiperos”, quienes pregonan una vida de lujos ante los ojos de todos, pero cuyas fechorías tienen como víctimas, principalmente, a personas residentes en otros países.

Un gran número de casos a nivel internacional se resuelven económicamente a través de seguros de las entidades financieras, pero sin investigar a profundidad ni procesar a los infractores, se cubre el perjuicio económico y resulta más provechosa la inversión en los mecanismos de ciberseguridad, de esta forma la impunidad incentiva aun más la comisión de estos ilícitos.

A todos los actores nos toca enfrentar la problemática, el Estado con una actitud firme de persecución, los usuarios que debemos tomar medidas concretas, evitando acceder a enlaces no seguros, compartir información en redes abiertas, descargar archivos, aplicaciones y contenido de fuentes desconocidas, estar pendientes a las nuevas formas de ciberdelincuencia, en fin adoptar hábitos digitales cuidadosos acordes con estos tiempos; y respecto a las organizaciones ya se habla de ciberresiliencia como la capacidad de resistir ataques cibernéticos y de recuperarse de forma eficiente.

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