Alguien, a quien quiero entrañablemente y que considero mi hija “no biológica”, más que me sugiere un tema; me remite un esbozo que refleja su profundo sentir y el valor que le da, a esa especial relación entre “vecinos”. Rosi escribe así: “Valoro cuando todos en el pueblo éramos como de una misma familia: el problema de uno se compartía, como también se comunicaban alegrías, tristezas, dificultades, carencias y hasta dulces y alimentos. Hoy fui testigo de excepción, de un episodio que me hizo recordar esos tiempos. Vi cómo se aglutinaron decenas de personas, en un hospital público, para conocer el estado de salud de “La Muda”, servicial y querido personaje del barrio, luego de haber sido atropellada por una motocicleta. Sentí un estremecimiento interior y expresé: “Aún existe la comunidad y el amor al prójimo”, cuando comprendí que solo por solidaridad y preocupación colectiva, se había movilizado tanta gente. Agraciadamente pasadas algunas semanas ha vuelto a la normalidad, no así sin traumas físicos y emocionales, pero sintiendo el calor del amor colectivo, que ya creía en el pasado. Años atrás era normal compartir con los vecinos un plato de comida “con moña”, en Navidad. Los juguetes eran colectivos y se compartían como los propios juegos infantiles. Eran épocas de compartir hasta el gas de la cocina: “se me fue el gá y tengo eta habichuela a medio talle”, y así ollas y calderos iban a parar donde Doña Elsa. El respeto era parte vital de esa particular relación entre la gente, y así la autoridad de cualquier adulto, competía con la de nuestros propios padres. La Semana Santa era una mezcla de sazones y tradiciones, entre las clásicas habichuelas con dulce, “chacá’ y “maí con duice” y es que, hasta las tazas de café, cuando llegaba visita salíamos corriendo a buscar donde la vecina “que tenía unas tacitas bien bonitas” guardadas en su caja, para ocasiones especiales. “Préteme la plancha, la licuadora, la mano‘e pilón, un chin de cilantro, la mitad de una cebolla, el pedacito de ají, un chin de algodón con acetona, “pa quitame el cuté de lasuña”. Aguánteme lo muchacho un ratico, en lo que hago un “mandao”. Las sillas eran itinerantes, según fueran necesarias en casa propia o en la “ajena”. Las enfermedades no quedaban en la intimidad de la familia, sino que cada contigu, llevaba un “remedio, pa que se aliente el vecino”. Con el incidente de Solady, a quien pocos llaman por su nombre, y si por su discapacidad, hizo renacer en mí la esperanza, de que esas costumbres más que perdidas, estén escondidas detrás de unas caretas que la “modernidad mal entendida”, nos impone. Que podamos ser capaces de rescatarlas y volver a vivir la identificación sincera con los vecinos y sus circunstancias. Se compartía lo bueno. Lo malo, la vida era más fácil y ese cuasi parentesco, creaba lazos en ocasiones más fuertes que los biológicos. Propongo que lo intentemos.

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