La Policía Nacional, cuerpo civil uniformado encargado del orden público, se encuentra hoy ante brutales disyuntivas. Frente a una creciente inseguridad ciudadana, a un desbordamiento del delito y a un marcado desbalance entre delincuentes y defensores del orden. Hoy con la traicionera tarea de controlar toques de queda en los que el miedo a salir no existe, como en “los de antes”. Se da cuenta de muchos excesos de la PN aunque pocas veces se refieren a excesos de la ciudadanía y al abuso de permisos de tránsito. Se conoce de “peajes” que permiten a unos y restringen a otros creando un abusivo desequilibrio, muy conocido, pero no por ello aceptable ni justificable. La percepción de la ciudadanía es marcadamente desfavorable para la institución del uniforme gris y no son pocos los que tienen dificultad en diferenciar a maleantes de agentes. Frecuentemente los actos delictivos son cometidos por miembros activos, a la vez que se da cuenta en la prensa de un creciente número de agentes expulsados por conducta indebida. Mientras más cerca de la pobreza, en la escala social, más temor generan los agentes de la policía. Cierto es que el salario de un agente es insuficiente. Aunque esto no constituye licencia para delinquir, no es menos cierto que con esos niveles no existe interés de la juventud de integrarse a sus filas a menos que sea una patente para “buscársela”, como se dice en el argot criollo. El desamparo que trae la falta de protección real lleva a la ciudadanía a utilizar la ira acumulada, con disfraz de justicia. Ha habido muertes que traen a la memoria la comedia de Lope de Vega, Fuenteovejuna y salvadas las diferencias, donde muestra como la colectividad actúa por fuerza propia y asesina, entre todos, a un maleante ¿Y quién lo mató? …Todos a una! Los periódicos reseñan ocasiones en que la gente atrapa delincuentes que son agredidos con la rabia que produce la impotencia almacenada. Y los machacan hasta la muerte… Los Derechos Humanos solo existen para el malhechor y el Código Procesal Penal parece favorecer más que nada al delincuente, a desamparar la “victima” y a neutralizar el “Tránquenlo”. El sistema autoritario y centralista es una herencia de la España colonial, magnificada en la dictadura de Trujillo, con nuevo traje y nuevo lazo, en época de cibernautas. La policía constituye un cuerpo del orden absolutamente necesario para cualquier sociedad y debe ser tecnificado y dignificada para actuar a la altura del tigueraje que domina el país. Es cuestionable la tesis de que la droga es el motor único de la violencia, porque esta parece tener mil caras, pero basta ser víctima de un acto delictivo para clamar por la policía y exigir su acción. Se atomiza la autoridad, con la vuelta al arcaico sistema de Policía Municipal. La sociedad precisa un cuerpo del orden más cerca del juego infantil de policías y bandidos donde con la expresión de “Quitimani” los “buenos” siempre ganaban.

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