Vivimos el día a día, inmersos en nuestras cotidianidades, batallando con nuestros afanes, luchando por no ser aplastados por la rutina, en una carrera constante con el tiempo, sin acabar de entender que de nada valdrá, que el tiempo es invencible, que es aliado eficiente, pero al mismo tiempo adversario implacable.

Contra el tiempo, solo llevamos las de perder. Más nos vale andar de su lado y jamás en su contra. Nos conviene ir a su ritmo o nos dejará atrás, perdidos. Tanto, que no importa lo rápido que nos movamos, jamás lo podremos alcanzar.

Con el tiempo no se pelea. A él no se le reclama. No se le puede detener, por más que deseemos permanecer en un lugar o en algunas compañías.

No se le puede someter. Él es quien nos rige. Él marca las horas. Él no se detiene por nada, ni nadie, transita como quiere y como mejor le parece. No espera, aún cuando se sabe esperado.

No apresura su partida. No le importa lo difícil del momento, ni la intensidad del sufrimiento. Permanece lo que debe, ni un segundo más, pero tampoco uno menos.

No lo retienen las súplicas de alguien que desea eternizar un abrazo, un beso, una presencia. Llegado el momento, se irá sin siquiera mirar atrás.

No regresa. No le interesa lo hermoso de algún recuerdo. Para él nunca será tan especial como para volver a repetirlo. A nosotros solo nos toca disfrutarlo al máximo en su día, pues después que pasó será solo una irrepetible página en nuestra historia. Así es el tiempo: irrepetible.

Es como el agua que se escurre entre los dedos, por más que intentemos retenerlo, paralizarlo en un episodio feliz, de todos modos se irá.

A él, es mejor apreciarlo y aprovechar su presencia. De él debemos tomar todas las oportunidades que nos da, porque si nota el más mínimo desinterés de nuestra parte, jamás volverá a ofrecernos nada más.

Aunque los momentos difíciles nos resultan eternos, en realidad el tiempo implacable e irrepetible, vuela, casi tan rápido como lo hace el viento.

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