Como humanos atravesamos por cada uno de los estados propios de las personas y experimentamos cada uno de los sentimientos que nos tocan el alma.
Sentimos alegría, tristeza, dolor, esperanza. Nos desanimamos, nos vencen el cansancio y los problemas.

Así mismo, la desconfianza nos impide creer y volver a intentarlo.
El miedo a sufrir nos vuelve solitarios y huraños.

La desconfianza no nos deja ver la verdad, aun cuando nos den mil pruebas de honestidad. Esta es parte de la batalla diaria que tiene lugar a lo interno de cada ser humano.

A esto se suman los miedos, las debilidades propias de cada uno, las bajas pasiones, la maledicencia, la envidia, el odio y el rencor. Todos estos elementos nos convierten en una bomba de tiempo que estalla ante la más mínima provocación.

Suceden cosas que nos toman desprevenidos, se nos presentan situaciones que no sabemos cómo enfrentar y reaccionamos de la peor manera. No pasa mucho tiempo para darnos cuenta de que hemos cometido un grave error y quizás no tenemos forma de repararlo.

Lastimamos, en la mayoría de los casos, a quienes más nos aman, por no saber contar hasta 10 o hasta 100 si fuera necesario. Lanzamos ataques despiadados, sin pensar que los demás también tienen sus armas dispuestas para respondernos en consecuencia. Salimos seriamente lastimamos y nos duele nuestra herida y la que causamos a quien amamos.

No nos damos cuenta de que, muchas veces, iniciamos una guerra sin contar con las armas necesarias para responder a nuestro adversario.

Todo lo anterior nos sitúa en medio de una tormenta que nos arrastra, que nos golpea contra las rocas de la adversidad, que nos inunda el alma con un torrente de aguas turbulentas, que amenazan con arrasarlo todo. En medio del océano miramos alrededor en busca de una salida, pero en el firmamento no avistamos más que las inclemencias del mal tiempo ocasionado por la tormenta que quizás nosotros mismos provocamos.

En estos casos, correr desesperados en busca de un puerto más cercano donde atracar el barco de nuestra existencia constituye el primer gran error y la vía más expedita hacia el naufragio.

A veces sólo hace falta cerrar los ojos, respirar profundo, reconocer donde fallamos, admitir nuestros errores y buscar, sin desesperarnos, la mejor manera de llevar nuestro barco a puerto seguro, en el entendido de que ninguna tormenta, por feroz que sea, es eterna y que no importa cuánto debamos esperar, la calma siempre llegará.

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