Las elecciones del próximo año 2020 serán las primeras que se celebrarán luego de la aprobación de la esperada Ley de Partidos y de la nueva Ley de Régimen Electoral lo que, por un lado, ha implicado muchos cambios, y por el otro ha provocado un gran número de recursos judiciales.

La mayoría de turno que promovió y logró la aprobación de estas leyes tuvo más interés en intentar mantener su principalía evitando situaciones vividas en procesos electorales anteriores estableciendo draconianas prohibiciones, como el que nuevos partidos concurrieran a elecciones aliados a otros o el que candidatos que no tuvieran una militancia partidaria fueran escogidos; que en regular el financiamiento de los partidos y los gastos de campañas así como de transparentar y democratizar a los partidos, como evidencia la laxitud de las disposiciones que persiguen estos fines.

El resultado ha sido que muchas de las soluciones legales que aprobaron han sido anuladas por inconstitucionales, pues como ha dicho en algunas de sus sentencias el Tribunal Constitucional las restricciones son ilógicas, irrazonables y arbitrarias, y a pesar de que ha reconocido en algunos casos la validez del fin perseguido ha desestimado el medio utilizado para alcanzarlo.

En adición a la complejidad que significó para la Junta Central Electoral (JCE) la organización de las primarias de los dos principales partidos lo que, como muchos advertimos iba a afectar su credibilidad y a desviarla de su misión principal, la JCE tiene el enorme reto de organizar las distintas elecciones en base a las nuevas leyes, dictar las reglamentaciones que faltan, intentar cumplir con nuevas obligaciones, como las de la Unidad Especializada de Control Financiero de los Partidos, imponer las sanciones por incumplimiento y decidir conforme a las restricciones a sabiendas de que muchas podrían ser declaradas no conformes con la Constitución; y lograr dentro de todo este acto de malabarismo preservar la confianza de los partidos y de la sociedad.

No basta una ley para cambiar las malas prácticas y por eso los partidos y los líderes tradicionales siguen actuando como siempre lo han hecho, y esta campaña electoral a pesar de las restricciones dispuestas por las nuevas leyes sigue siendo más de lo mismo: derroche de recursos y magro discurso, participación de funcionarios en actividades proselitistas directa o indirectamente y manifiesta inequidad de los recursos, la propaganda y el acceso a los medios de los candidatos oficiales.

La ética debería bastar para que programas sociales del Estado, publicidades e inauguraciones no sean utilizados para beneficiar a candidatos oficiales o que estos no tengan el privilegio de contar con los aportes de contratistas y suplidores del Estado o para que el supuesto apoyo a candidatos municipales venza las restricciones y se vuelva campaña presidencial.

El partido oficial que ha gozado de una hegemonía durante los últimos quince años no encontró en la ley de partidos la panacea que buscaba para vacunarse contra el virus de la división, y parece no darse cuenta de que el arsenal utilizado efectivamente antes, no necesariamente seguirá funcionando; y el principal partido opositor tampoco pareciera darse cuenta de que su estrategia debe ser distinta.

Este más de lo mismo no solamente provocará que la sociedad que esperaba un cambio en el accionar político siga perdiendo la fe en los partidos, sino que abrirá el paso a nuevos liderazgos.

Así como el hábito no hace al monje, la simple aprobación de leyes y menos tan defectuosas como las votadas no cambia el accionar de los partidos y de los actores, y quienes por soberbia no lo comprendan y sigan apostando a las viejas estrategias podrían ser sorprendidos cuando la sociedad decida creer en otros monjes que exhiban actitudes distintas.

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