El país cuenta con una amplia plataforma de normas que rigen las diferentes actividades. Leyes y preceptos controlan casi todo el quehacer.

Pero la proliferación de disposiciones regulatorias no significa que haya un cumplimiento cabal de cada medida.

Las normativas emitidas y las que finalmente son acogidas no necesariamente van en la misma dirección. Ese divorcio entre la teoría y la práctica es el principal factor causal del gran tamaño que tiene la informalidad en las diferentes actividades que se realizan en el país.

Un reportaje escrito por la periodista María Teresa Morel, que se publica en otra parte de esta edición, da cuenta de que la venta de comida en las vías públicas prolifera sin control en las calles y avenidas más concurridas de la ciudad, sin observar las más mínimas normas de salubridad. Y lo peor es que según refleja la publicación, esa proliferación se da ante la vista indiferente de las autoridades sanitarias y municipales que son las llamadas a regular estos establecimientos informales.

Y más grave aún es que desde el 2001 el país cuenta con un “Reglamento General para el Control de Riesgos en Alimentos y Bebidas”, el cual contiene los principios esenciales de higiene atinentes a los alimentos y las bebidas, particularmente aplicables a toda la cadena alimentaria, desde la materia prima, la manipulación hasta el consumo.

La Política Nacional de Calidad en Salud, elaborada por el Ministerio de Salud en el año 2013, reconoce que en el país existen debilidades en la vigilancia y el control de los alimentos y la calidad del agua, situación que provoca que ocurran brotes de enfermedades transmitidas por la ingesta de alimentos.
El escrito de la periodista Morel destaca que en solo seis años fueron reportados más de 100 mil casos de enfermedades causadas por consumo de alimentos, de los cuales el 21% acabó en hospitalización.

Si esas cifras no mueven la acción pública, sencillamente los consumidores están indefensos, desprotegidos ante un fenómeno que crece y se agiganta bajo la manta de la figura del “padre de familia”, una clasificación socioeconómica que parece conceder licencia para que cada quien haga lo que quiera, sin riesgo de ser sometido al imperio de la norma porque el llamado “costo político” es muy elevado.

Así no podemos seguir. Alguien tiene que asumir su responsabilidad.

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