El gobierno insiste en modificar la Constitución y ha entregado al diálogo que se desarrolla en el Consejo Económico y Social su propuesta de reforma. Ya no se trata, como se había anunciado inicialmente, de privar al presidente de la República de su potestad de designar al procurador general de la República, ahora se persigue enmendar la composición del Consejo Nacional de la Magistratura, reorganizar el funcionamiento de las altas cortes (la Suprema Corte de Justicia, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Superior Electoral), constituir un nuevo ente del Poder Ejecutivo para encargarlo de formular y aplicar la política contra la criminalidad, reorganizar la figura del procurador general administrativo y transformarlo en un abogado general de la Administración pública, mejorar al sistema electoral en lo atinente a las asambleas electorales y la Junta Central Electoral y ampliar la titularidad de la iniciativa legislativa y los plazos con que cuenta el Poder Ejecutivo para observar y promulgar las leyes.

En fin, una reforma de alto calado, y al mismo tiempo, una incitación a legisladores oficialistas, partidos políticos y hacedores de opinión pública que se sentirán tentados a presentar sus propias iniciativas. Todo un ejercicio democrático, se dirá, pero habría que preguntarse si es oportuno y necesario en estos momentos.

Oportuno no es, pues el país, como todo el mundo, vive bajo los efectos de una crisis sanitaria que ha dejado secuelas graves en el tejido económico y social. Con pequeñas empresas que han cerrado sus puertas, el incremento de la desocupación, el aumento de la pobreza, la inflación que escuece el bolsillo de la población, los esfuerzos del gobierno deberían estar concentrados en la respuesta a estos males, a menos que la reforma constitucional sea una mera distracción en un vano y fútil empeño de desviar la atención, lo que supondría una torpeza de las actuales autoridades, en la cual estamos seguros de que el presidente no incurrirá.

Necesario tampoco lo es, pues algunas de las reformas perseguidas se pueden obtener con la simple modificación de la ley y otras en nada contribuyen a robustecer los poderes del Estado ni mucho menos a fortalecer la institucionalidad democrática.
En efecto, hace quince días en un artículo publicado en esta página advertía que si para combatir la corrupción administrativa se quería un procurador general de la República designado por una instancia diferente al Poder Ejecutivo sería necesario crear un Ministerio de Justicia para confiarle el diseño y aplicación de la política contra la criminalidad. Hoy lo admite el gobierno. Un nuevo gasto en medio de una situación calamitosa que ha constreñido al gobierno a endeudarse peligrosamente.
Recientemente se creó nuevo ministerio y ahora se intenta constituir otro. No hay necesidad, pues como propuse en mi anterior entrega, basta una simple ley para que el Consejo Superior del Ministerio Público nombre a un zar anticorrupción con estabilidad por un determinado período.

Y en cuanto a las demás reformas que se proponen no queda más que sonreír por su ingenuidad. Se cambia el nombre de procurador general de la República y procurador general administrativo por fiscal general y abogado general de la Administración pública, respectivamente; los presidentes de las altas cortes deberán ser rotados cada tres años, para evitar que se formen mayorías ideológicas en torno a su persona; y los ciudadanos que aspiren a ser jueces de ellas deberán vacunarse contra el partidismo político en los cinco años previos a su designación.

¿Se robustece el sistema democrático con estas reformas? Juan Bosch hubiera dicho: “no juegues, Magino”. Es breve el espacio para poder profundizar en el tema, pero en busca de que el lector tenga una idea de lo afirmado es suficiente recordar que Milton Ray Guevara, que pasó del PRD al Tribunal Constitucional, es buen ejemplo de que se puede ser político y ser un magistrado y presidente probo y eficaz; por el contrario, hay presidentes de otras altas cortes que fallaron en su misión y nunca fueron miembros de un partido político.

Tal parece que se intenta estigmatizar la actividad partidaria y estimular la independencia ciudadana. ¿Cómo evaluaríamos esa independencia? Estoy seguro de que muchos tendrían dudas de la independencia de un miembro de la sociedad civil que participara activamente en manifestaciones, reclamos y protestas contra las autoridades de turno, en especial por lo sucedido recientemente cuando miembros prominentes y libres de toda sospecha partidaria han pasado a servir a la Administración pública tan pronto se ha producido un cambio en el gobierno. Habría que ser un ciudadano químicamente puro, aislado en una burbuja de cristal, pues solo ser amigo de un político, participar en un panel con dirigentes partidarios o tener parientes cercanos en la dirección de una organización política lo descalificaría. Si es este el propósito, no sé cómo se robustecería la democracia debilitando a los partidos políticos.

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