Desde que el mundo es mundo los seres humanos han vivido más pendientes de los tesoros que acumulan y las pleitesías que pueden conquistar a fuerza de poder, que de lo que deben cumplir, lo que fuerza rechazar, o a lo que deben dar la espalda para no perder lo más por lo menos, trocando valores imperecederos por bienes condenados a desaparecer, o para aspirar, al menos aquellos quienes sean creyentes, a una vida eterna una vez culminen sus días en esta tierra.

La ambición por el poder, político o económico, tiende a llevar a algunos a justificar cualquier medio con tal de conseguir el fin perseguido, y el poder tiende a corromper, más aún si es absoluto, como dijera Lord Acton a finales del siglo XIX, y a pesar de que el juicio de la historia se ha encargado de poner las cosas en su justo lugar, minimizando la importancia de muchos que se consideraron todopoderosos, destiñendo sus supuestas glorias y haciendo que perdure el rechazo a sus malas acciones, y que otros que jamás ejercieron el poder o no abusaron de este hayan merecido el reconocimiento inmarcesible, la afición al poder y la proclividad a sucumbir a la corrupción, al autoritarismo y a los excesos sigue siendo la tendencia generalizada de los seres humanos que a pesar de los miles de años de vida trascurridos no aprendemos las lecciones esenciales.

A pesar de que la historia es cíclica, y los países en un movimiento pendular pueden pasar de un extremo al otro, hay cosas que están por encima de subir o bajar, de estar dentro o fuera del poder, y es el respeto y admiración genuina que una trayectoria de vida puede haber acumulado, y aunque siempre puede haber errores en las decisiones humanas, hay una especie de sabiduría universal que hace que con el paso del tiempo lo bueno y lo malo salga a flote colocando en su justa dimensión a cada quien, sobre todo a aquellos que han tenido una vida pública.

Toda una vida al final se resume en una lacónica aseveración, que termina siendo el máximo anhelo, ser juzgado como alguien que hizo las cosas bien, con la agravante de que el gran reto es que cada día es una nueva prueba, y que sin importar cuántas se hayan pasado satisfactoriamente, basta un instante en que se haya sucumbido a la tentación y hecho lo que está mal para manchar toda una hoja de vida, o para expresar lo que realmente era la fibra humana de alguien a quien quizás simplemente no se le había presentado la ocasión de retratar su doblez.

Recientemente Alemania ha despedido a la primera mujer que ha ejercido la función de canciller, posición en la que estuvo 16 años, la cual aunque le valió el calificativo de la mujer más poderosa del mundo la ejerció con admirable sencillez, haciendo acopio de su racionalidad y tenacidad que la llevaron a una búsqueda incesante de consensos, habiendo sorprendido con sus años de gobierno tanto como lo hizo con su llegada, por ser una líder atípica, no solo por ser mujer, protestante, divorciada, sin hijos y originaria de la ex Alemania del Este, sino por ser todo lo contrario a lo que generalmente el poder atrae, humilde en extremo, sosegada, imperturbable y hasta impasible, habiendo demostrado que el poder no se mide por el aparataje, las ornamentas y todo el fatuo que deriva habitualmente de este, sino por la capacidad de ser respetado, seguido y admirado, aun por los archirrivales.

La ovación de pie con un aplauso calificado de atronador por más de un minuto y medio que se le hiciera en el Parlamento al cual asistía como invitada a la elección de su sucesor, es la recompensa que se lleva como muestra de agradecimiento, la cual recibió con la misma simpleza que caracterizó su paso por el poder, a pesar de que como pocas veces, antes la figura saliente generaba más emoción que la entrante, y que reiteradamente ha dicho que se retira de su carrera política de más de 30 años.

Ojalá nuestros líderes aprendieran que esos escasos minutos de merecidos aplausos de despedida del poder valen más que todas las loas que puedan recibirse mientras se ejerce, las cuales se eclipsan con los lodos del tiempo y quedan sepultadas cuando esqueletos que se guardaron, salen de los armarios.

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