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Hace algunas semanas los medios digitales y tradicionales reproducen informaciones sobre actos delincuenciales. Los sondeos improvisados hablan de una percepción altísima de inseguridad.
En las redes sociales hay cada tipo de propuesta para combatir la delincuencia. Y recientemente la presidencia de la República puso en marcha un operativo de patrullaje mixto.

Pero, ¿es cierto que la inseguridad ciudadana esté tan alta? Empíricamente no lo sé.

Sé que en las inmediaciones de mi casa asaltaron a un policía a media mañana hace un par de días. También sé que los vigilantes de los edificios cercanos a donde vivo todo el tiempo advierten sobre lo inseguro que puede ser salir a la calle con ciertas pertenencias a la vista.

Si me guiara por esos datos, sí, hay mucha inseguridad. Pero como dicen los investigadores, cada persona tiene una burbuja a su alrededor que le hace percibir de forma sesgada la realidad.

Para contrastar con esa burbuja, conviene ver qué dicen los datos estadísticos. Por un lado están las flores: en abril de este año circuló la noticia de que la República Dominicana estaba entre los cinco países con menor cantidad de homicidios de la región.

El promedio en Latinoamérica es de 20.4 homicidios por cada 100,000 habitantes. En la República Dominicana es de 11.1.

En comparación, el país mantiene unos niveles bastante aceptables de seguridad. Sin embargo, esa misma cifra puede ser preocupante si se considera que entre 2014 y 2020 la tasa de homicidio se mantuvo decreciendo de 18 por cada 100,000 habitantes en 2014 a 9 en 2020. En 2021 subió a 10.3.

La otra cuestión tiene que ver con las causas de los homicidios. El Observatorio de seguridad Ciudadana (OSC-RD) indica que en el primer trimestre de 2021 el 37% de los homicidios fue en un contexto de atracos. 35% fueron muertes vinculadas a narcotráfico. Y el 21% fueron homicidios causados por intento de robo o atracó.

Es posible caer ante la tentación de sumar 37 y 21. Pero ese 58 no aportaría demasiado a la reflexión.
Más que pasar balance a los datos de muertes y sus causas, conviene centrarse en investigar cómo abordar el problema desde la raíz. ¿Hay inseguridad?

Sí. Y cada persona en este país tiene alguna experiencia vinculada a este fenómeno. Y esta —percepción o no— se traduce en reducción de la autonomía de toda la ciudadanía.

Cuando hay que elegir entre caminar o pagar un transporte para evitar un trecho inseguro, la inseguridad pasa a ser una cuestión de economía doméstica. El gasto público en desplegar un operativo mixto se traduce en reducción del presupuesto nacional que se puede dedicar a políticas públicas de desarrollo social.

Lo mismo ocurre cuando una familia impide que sus hijos e hijas con discapacidad salgan a la calle por miedo. A los estereotipos y estigmas se suma la sensación de pánico.

Ante el panorama, las respuestas básicas pueden girar en torno a la fuerza, la presión o la famosa “mano dura”. Así es como nace toda la jerga militar en torno la inseguridad: combatir, luchar, la victoria.
Sin embargo, conviene preguntarse cómo el acceso a oportunidades reales impacta en la reducción de la pobreza. Es innegable que todos los hechos delictivos tienen un vínculo muy estrecho con carencias fundamentales.

Y sin ánimo de caer en justificación del crimen, no es menos cierto que un asaltante es resultado de décadas de desigualdad y exclusión. Bajo este prisma, es lógico caer en la cuenta de que:

  1. Una comunidad en la que las familias desatienden la educación de sus hijas e hijos para salir al trabajo mal pagado, tendrá valores éticos con raíces poco profundas.
  2. Una persona que acceda a una educación pública deficiente carecerá de mayores destrezas para su autonomía productiva. Será más fácil agarrar una chilena y un motor para “buscársela”.
  3. Hay una clara descomposición en los parámetros éticos cuando la desesperación te lleva a celebrar con fuegos artificiales que la Policía Nacional asesinara a cuatro personas. Da igual que fueran delincuentes. Se evidencia cierta deshumanización con el festejo de la muerte.
  4. Es preocupante la tendencia al autoritarismo que exhibe una parte cada vez más altisonante de la ciudadanía. Esta misma es la que demanda la mano dura con invitaciones a pausar los derechos humanos durante una temporada. Es la misma que ve la muerte de inocentes como un daño colateral si se emprende una guerra contra el crimen.

    El quinto punto es quizás el más trascendente. Por más políticas de seguridad y reformas policiales que se impulsen, hay una conducta ciudadana que debe orientarse a la acción. Y no me refiero a crear dispositivos individuales de defensa.

    Más bien se trata de fortalecer unos principios éticos basados en la buena convivencia. Y bajo estos, disponerse a aportar a los sectores sociales que viven con mayor vulnerabilidad.

    El tiempo ha demostrado que en la medida que las comunidades más empobrecidas acceden a servicios básicos, productividad y conciencia ciudadana, el descenso de la inseguridad forma parte de los efectos. Y claro, también está el hecho de las consecuencias.

    Ninguna sociedad puede vivir bajo normas que no representen pérdidas de autonomía para quienes las transgredan. En este punto, quizás haya que evaluar cuánto le cuesta el crimen a quien delinque. Probablemente, el costo de oportunidad no sea tan alto como para preferir una alternativa ética a su búsqueda de ingresos.

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