Corría el rumor de que la esposa le era infiel. El hombre, un millonario desconfiado hasta de su sombra, en cada murmullo a su alrededor juraba que se referían a su situación, de la cual no tenían pruebas ni los más apasionados promotores de la acusación. Procuró mis servicios como abogado. Quería el divorcio por los motivos que alimentaban las lenguas ponzoñosas.

Le pregunté si la amaba y dijo que sí, que ella era una dama de buenos sentimientos. Luego de si estaba seguro de la traición y respondió que no. Y continué: ¿está usted dispuesto a buscar la verdad y la ayuda de un terapeuta familiar? Guardé silencio, esperando su reacción.

Entonces manifestó, algo nervioso e inseguro: “Licenciado, por favor, prepare el apoderamiento lo más rápido posible, para firmarlo; dígame cuánto debo pagarle por adelantado”. Le sugerí que investigara seriamente el rumor y que si después entendía, en base a los resultados, que era imposible mantener el vínculo, lo haría de inmediato.

El caballero se marchó tranquilo y valoró mi iniciativa. A los pocos días se estableció que el chisme era una mentira nacida de la envidia, como suele suceder. Y gracias a Dios, después de varias terapias, fortalecieron su relación y hasta el día de hoy son una pareja estable.

En otra ocasión recibí en mi oficina a un padre alterado. Su hija y el novio, ambos adolescentes, llegaron a su casa ebrios y de madrugada. Para colmo, el señor escuchó que el chico le profería a su retoño palabras fuera de lugar. “Quiero meter preso a ese abusador y no importa lo que cueste”, me expresó incómodo.

Le pedí que si yo podía averiguar algo antes de actuar y aceptó a regañadientes. Me enteré de que el joven era decente, excelente estudiante, con una trayectoria limpia y de familia honrada.
También que estaba arrepentido de su inconducta, que no estaba acostumbrado a beber alcohol, que se disculpó sinceramente con su compañera y que ella estaba encantada por el buen trato que él le daba.

Llamé al padre y le expliqué que aquello fue un hecho aislado, cosas de la edad, que era mejor aconsejarlo y que no se marcara su vida por algo que podía superarse sin necesidad de causarle daño. Así se hizo. Hoy aquellos tortolitos están felizmente casados, los dos son excelentes ingenieros, tienen tres hermosos niños y ahora yerno y suegro son inseparables.

En mi profesión (y en la vida) he aprendido que no todo dinero se gana, que lo trascendente es facilitar las soluciones y no provocar o promover los conflictos. Y eso se logra pensando primero como humano y luego como abogado.

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