Pudieras estar viajando a la metrópoli más lejana o al sitio más recóndito del planeta, no importa dónde y cuán apartado creas que estés, siempre encontrarás un dominicano. Lo sabes desde que oyes la palabra “chin” o “el diache” en el lugar más inesperado o porque simplemente te sonríe ampliamente sin conocerte y desde que hablan y descubre tu procedencia en la primera conversación, ya te da un trato preferencial.

El dominicano sabe de todo: de medicina para recetarte cualquier cosa, aunque no te haya visto antes; de tránsito para ayudar a parquearte sin conocerte o de política para dar su versión sobre algún acontecimiento, tomar partido y hasta proponer su solución.

Sólo las dominicanas nos hacemos rolos para exhibirlos despreocupadamente en las calles, sólo un dominicano recuesta un pie en la pared justo al lado del letrero donde dice que no debe hacerlo.

Somos optimistas por definición y ocurrentes por antonomasia, nadie baila y goza como un dominicano; cualquier motivo merece una celebración, desde el cumpleaños de la abuela hasta el ascenso del vecino; con botella en mano, mucha bulla y comida alrededor.

Competitivos y regionales, en los deportes, en los conocimientos, en las oportunidades; aunque solidarios como nadie. Basta que alguien nos necesite para acudir raudos en su auxilio, sin pedir permiso porque, para intrusos y opinadores, nadie como uno nacido en Quisqueya.

Cariñosos y expresivos, aunque desconfiados, ariscos y confianzudos. El que recibe la amistad de uno de los nuestros nunca la perderá, aunque quiera hacerlo, porque somos desmemoriados a la ofensa, mientras no nos mencionen a nuestra madre, por su puesto.

Vivarachos y aprovechados, no desperdiciamos oportunidad para sacarle provecho a una situación. Consejeros sin que nos lo soliciten, enterados de todo el acontecer del vecindario, de la provincia, del país. Esa actitud pendenciera nos crea más de un problema, cuando expresamos nuestra opinión sin embates y sin que nos la hayan pedido.

Por eso entre el desorden que nos es propio los extranjeros quedan prendados de ese encanto inexplicable del dominicano que, en medio de la tribulación, te ayuda a cambiar la goma, te lleva una sopa “revive muertos”, pero que tampoco puede resistirse a piropear a cuanta mujer le pase por el frente, como si fuera un asunto de honor para probar su hombría.

Por eso, los que estamos no nos vamos y los que se fueron quieren volver, contando los días para su regreso a compartir un sancocho o jugar dominó, mientras se pierden en el aroma de un café recién colado, porque este, para bien o para mal, sigue siendo el mejor país para vivir.

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