Esa expresión muy común va siempre antecedida de alguna torpeza en la manera de conducir el vehículo y muchas veces, somos las féminas las que la emitimos en contra de nuestras congéneres. Aunque resulta inexplicable, algunas mujeres somos más intransigentes que los propios hombres y nos denigramos entre nosotras mismas con mayor virulencia.
Toleramos los desatinos de los varones y somos implacables con las de nuestro mismo género. Justificamos y transigimos hasta lo inaudito el comportamiento de sexo masculino, mientras exigimos sin piedad a la hembra que haga lo correcto. Sobreprotegemos al niño y le aplaudimos todo, aun sea la travesura más atroz (como el machito que debe ser), mientras queremos que la chica sea virtuosa, recatada, comedida y sobre todo, servil, obediente y sumisa.

Lo que resulta paradójico es que el hombre ha comprendido con mayor rapidez el lugar de su compañera en la tierra, cuando muchas Evas no lo asimilan y solo ven en otras una competencia a la que hay que derribar o un blanco de críticas y exigencias. Distan de ser las colaboradoras que deberían, tras un mismo destino de superación, sino que, en cambio, se convierten en las rivales a combatir, hasta el colmo de preferir al varón, con tal de que la otra no la supere.

Si bien hemos podido escalar altos puestos de gestión, a veces somos más temidas que los hombres cuando dirigimos un equipo, por los niveles de requerimientos, en ocasiones arbitrarios, hacia nuestras iguales. Intentamos no demostrar debilidad por ser mujer, bajo la falaz convicción de que cualquier atisbo de sentimiento es una flaqueza, cuando esa es precisamente nuestra fortaleza y la llave del éxito.

El machismo no surge de la noche a la mañana ni aparece desde la nada, se forma en el día a día con la influencia notoria de la figura femenina con la que se ha formado ese individuo a su alrededor. Esa madre que impide que su hijo haga oficios domésticos y obliga a la hija que lo haga -porque ese es su papel-es la verdadera creadora de ese pichón de troglodita que se considera dueño del mundo y cree merecer todas las pleitesías.

Y al final, crece esa muchacha minimizada, apocada y opacada, convencida de que nada le corresponde, con una nula autoestima que la hace elegir a un compañero exigente y manipulador que conoce esas debilidades. Es cuando la madre se queja de que la estén maltratando y dice no entender lo que sucede, como si ella no hubiese sido la primera que nunca supo darle su valor o hacerle entender que lo tiene. Mientras que otra, lamenta la desagraciada elección de pareja de su hijo, una mujer independiente y resuelta que no le dedica el tiempo suficiente, ni sabe atenderlo en los caprichos a que está acostumbrado, como ella sí sabe hacerlo.

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