El primer viaje al exterior del presidente Trump, a juzgar por las ciudades que visitaría, parecía ser una gira religiosa. Eligió a Riad, capital de Arabia Saudita, de la que dijo que era “el corazón del mundo islámico”, como su primer destino. Para completar el “face to face” con judíos y cristianos, viajaría también a Jerusalén y el Vaticano.

Por supuesto, luego se develaría el verdadero propósito de esta visita, que aunque abarcaría Israel y el Vaticano, solo eran estela de humo para cubrir el propósito real de Trump que era hacer negocios, sellar acuerdos y cerrar filas con países aliados islámicos.

Al salir de Riad había sellado el mayor contrato de venta de armamentos de la historia estadounidense por 110.000 millones de dólares, pertrechos que servirían religiosamente a lo que él mismo denominó “la batalla del bien contra el mal”.

Hablar de la preminencia del bien sobre el mal, aparte de ser conceptos sometidos a la relatividad cultural, política y religiosa de los actores, es un tema sumamente delicado. Constituir bandos y enfrentarlos unos con otros es el objetivo de este tipo de pronunciamientos, para intereses nunca muy claros.

Lo que se desarrolla desde occidente como lucha contra el terrorismo es visto por los salafistas y wahabitas (grupos relativos al islam radical) como terrorismo puro y simple y como ofensa medular a los cimientos de su religión y su modo de vida.

De igual modo, los ataques de jihadistas islámicos ocurridos en La Rambla, el Puente de Londres, el paseo de los Ingleses de Niza, las avenidas de París o las plazas de Berlín, ofenden hasta el más recóndito de los principios de la vida humana y de las reglas básicas de respeto y de convivencia pacífica.

No parece, en esta lucha, que existan cánones universales de respeto a lo básico “a la vida” ya sea de un español, de un estadounidense como de un yemení, sirio, palestino o lo que fuere, de forma igualitaria.

No es posible hablar de lucha del bien contra el mal y vender millones de dólares en armas para que en una zona del planeta se expanda el caos. Caos que al final no respeta que mueran niños, jóvenes o ancianos y justificar lo propio como parte de una lucha entre bandos que representan valores opuestos e irreconciliables sin siquiera sonrojarse.

Las acciones de Occidente en el Oriente Medio han generado la expansión del terrorismo hacia Europa, hacia territorio estadounidense y poco a poco, de no reorientarse esta irrefrenable cruzada de intereses, de negocios y de juego geopolítico, disfrazada bajo el apelativo de “batalla de bien contra el mal” el flagelo del terrorismo podría llegar hasta lugares jamás pensados. El odio no conoce de fronteras.

Guerra contra el terrorismo y geopolítica

Ya mucho se ha escrito acerca de las supuestas razones que motivaron la invasión de Iraq en el 2003 y la atribución a la lucha contra el terrorismo que, apoyados en la develada mentira acerca de la posesión de armas de destrucción masiva en manos de Saddam Hussein, tuvo aquella incursión.

Desde entonces el terrorismo no ha dejado de crecer, tanto aquel que llega de Occidente y se estrella en forma de bombas (o lo que sea) contra escuelas y hospitales, destruye infraestructura civil, arrasa con la vida silvestre y humana de forma indiscriminada en países de Medio Oriente, como también el que llega a Europa, Estados Unidos o cualquier parte del mundo, y con saña criminal arrebata la respiración eternamente y sin distinción de raza, religión, nacionalidad ( el día del ataque a Las Ramblas ciudadanos de 34 nacionalidades sufrieron laceraciones, heridas y unos 14 murieron) a seres humanos indefensos, ajenos totalmente a las afrentas políticas de los líderes –religiosos o políticos- que han llevado al mundo a este triste desenlace.

Tal como sucedió con Iraq, cuya invasión produciría luego las condiciones para el desarrollo del Frente AL Nushra, Al Qaeda o el ISIS (Autodenominado Estado Islámico) todos ligados al terrorismo, el juego geopolítico en Medio Oriente no cesa y el objetivo siempre es el mismo: el terrorismo.

Justo a final del mes de mayo, unos días después de la gira de Trump por Riad, Jerusalén y el Vaticano, Arabia Saudí, Bahréin, Egipto, Yemen y los Emiratos Árabes Unidos rompieron relaciones diplomáticas con Qatar. A la ruptura se sumaron Libia, las Maldivas y Mauritania. La razón: según estos países Qatar apoya al terrorismo islamita.

Paradójicamente, Arabia Saudita y otros de los países que acusan a Qatar han sido promotores políticos, religiosos y sobre todo financieros del establecimiento de mezquitas salafistas o wahabitas –los de Las Ramblas pertenecían a esta línea- en todo el mundo.

De manera que en este caso, como en otros, la lucha contra el terrorismo no parece ser otra cosa que un subterfugio utilizado para encubrir otros fines. No se trata entonces de quién defiende a Occidente o quién combate por el islam, sino de un sistema de alianzas contradictorias que se alejan por mucho de lo que propugnan y dejan entrever algunos aspectos claves de una lucha sin cuartel por posicionamiento de poder.

Qatar es una pequeña península cuya extensión territorial cabe cuatro veces en la de República Dominicana, con una población de 2.7 millones de personas y que “flota” sobre una de las mayores reservas de hidrocarburos del mundo y sobre la tercera mayor reserva mundial de gas.

En ese territorio, con una posición geoestratégica decisiva, por ser un saliente en medio del Golfo Pérsico, los Estados Unidos instaló su mayor base militar en el área de Oriente Medio, la de Al Udeid, con espacio para 10.000 efectivos y 100 aeronaves. Para que entiendan la rivalidad, Arabia Saudita era el territorio que la albergaba anteriormente.

En el viaje de Trump a Arabia le propuso a los países árabes que, para la lucha contra el terrorismo y la defensa de sus propios Estados, creen una especie de “OTAN” árabe, que sirva además para la defensa colectiva.

Arabia Saudí es el protagonista del mundo arábigo, pero no tiene en su territorio lo que tiene Qatar, que aspira a convertirse en centro de esa alianza militar, la base norteamericana Al Udeib.
Por otro lado, aunque Irán no es parte de este embrollo por no ser considerado un país árabe, es el principal rival de Arabia Saudí y de otros países árabes, pero es aliado cercano de Qatar, como lo es Turquía. De hecho, Irán combate en Yemen a la coalición árabe y de los Estados Unidos que se disputan el control del gobierno.

Adicionalmente, Qatar cuenta con el apoyo de Paquistán, que paradójicamente es aliado de los Estados Unidos, país que -mas díscolo aun- apoya a Arabia Saudí y demás estados contra Qatar, territorio que alberga su más grande base militar de la zona.

Pero Qatar además tiene fuertes vínculos con Hezbollah en el Líbano, incluso en algunos aspectos con Israel y, por medio de Hamas en Palestina, con los Hermanos Musulmanes de Egipto, rivales en este caso de esta coalición árabe.

Como puede verse, esta pretendida lucha contra el terrorismo envuelve frecuentemente en la región a árabes y persas, suníes y chiíes, jeques petroleros e inversores internacionales, Hermanos Musulmanes y wahabitas, terroristas de toda obediencia (y desobediencia), aliados y enemigos de los Estados Unidos, desde Pakistán hasta Egipto y desde Turquía hasta Israel, pasando por Irán, los saudíes y los riquísimos emiratos del Golfo.

Todos y cada uno negocian, pactan y se engañan (a veces incluso se matan) en el mismo tablero. Es un escenario de lucha por la supervivencia, por el poder y el posicionamiento geopolítico vestido de lucha contra el terrorismo.

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