Higüey. Cuando esta ciudad, hoy con un cuarto de millón de habitantes, era una aldea con poco más de 20 mil vidas, el patio de mi casa era asiento de una de las pocas industrias de la comunidad.
En sus más de 2,000 mil metros funcionaba primero un horno de cal, después un pequeño taller de ebanistería al que se sumó un pequeño aserradero (sin los pinares del Cibao). También un puesto de venta de maderas “criollas” (de bosques locales) y de pino de la Cordillera Central.
Papá estaba en la calle alimentando el negocio y doña Gisela administraba la casa y los negocios en ese patio entonces inmenso, para mis ocho años. Mamá era La Doña, también Doña Gisela. Mis hermanas acudían a la escuela, los varones también pero en su tiempo libre hacían tareas en ese patio-multiempresas.
Todos trabajaban. Mamá dirigía y le sobraba tiempo para el café de las 3:00 PM con galletas calientes de la panadería próxima. Algunos clientes de La Doña preferían por eso ir por la tarde al negocio. Era el café apreciado del barrio, que de estar ubicado en el borde de la “ciudad”, su crecimiento lo había mudado a sólo ocho cuadras del parque central.
Escapé a Santo Domingo para estudiar ingeniería en la UASD y terminé en periodismo, todo por culpa de un curso de periodismo por correspondencia que me compro Doña Gisela por recomendación de mi hermana Margarita, porque yo hacía un “periódico” en el séptimo curso del Colegio La Altagracia.
Pasaron los años de la UASD y un día, de regreso al terruño descubrí que Doña Gisela, se había convertido en Mamá Gisela. Todos en su entorno la llamaban así. Para los hijos era Mamá, para los demás Mamá Gisela. Inicialmente no entendí. Pasaron los años y comprendí que ya no era solo mía y de mis hermanos, sino que se había convertido en el alma del barrio y con el paso del tiempo crecía el número de los que la asumían como su Mamá Gisela.
Su sonrisa, sus consejos, sus atenciones, comidas, dulces, roquetes, sus buenos deseos, sus oraciones, alcanzaban para todos. Tenía tiempo para todos y todas, para escuchar, para los buenos deseos, los consejos, para rendir el arroz y la carne, y poner un plato en la mesa para el que llegara sin ser invitado. La casa de Mamá Gisela fue un refugio para todos. Así siguió cuando tuvo que sentarse y dirigir la casa desde su sillón en la terraza, donde todos eran bienvenidos.
Un día llegó a mi oficina un no higüeyano. Cuando pregunté en qué podía servirle y quién le recomendó mis servicios dijo: “Pregunté a varios amigos y todos coincidieron que usted era hijo de Mamá Gisela y eso lo convertía en persona confiable”. Entonces acepté que ya no era solo mi madre, era la Mamá Gisela de todos. El Día de las Madres, Dios la convocó a la morada de los justos y en cientos de familias, no solo sus hijos y familiares, lloraron a su Mamá Gisela. Dejó de ser mía. Pertenecía a su pueblo.