La posibilidad de los ciudadanos ejercer su soberanía, está limitada a las elecciones. A pesar de ello, tiene gran relevancia en el proceso que le antecede; aunque una sola golondrina no hace primavera, tenemos una cuota de responsabilidad en la falta de institucionalidad y la frágil democracia que vivimos, y otra cuota la cargan los partidos políticos, desde su papel de mediadores entre el pueblo y los candidatos.
Lo primero es identificar un liderazgo político serio. Es aquel que busca el bien común, no se compromete con deudas, ni promueve el clientelismo político. “Los pueblos tienen el gobierno que se merecen”.
Esta frase le sirve tanto al rico que paga al candidato para llegar al poder y conseguir puestos desde donde engordar su fortuna, como al pobre que acepta unos cuantos pesos a cambio de su voto. Ese comportamiento, contrario a ejercer su derecho ciudadano, está creando el “caldo de cultivo” para la corrupción.
Tanto los que ofrecen fondos como los que reciben dádivas, están propiciando el debilitamiento de la institucionalidad y de la democracia. La decadencia de valores no inicia cuando el funcionario asume su cargo, inicia desde el proceso que le promueve al puesto que aspira.
Richard Harris hace una analogía donde describe a las instituciones políticas en la democracia como el hardware en una computadora, y los valores, costumbres y prácticas ciudadanas como el software.
La democracia no depende solamente de las instituciones, funciona en sinergia con las prácticas del ciudadano que algunas veces le toca elegir, otras veces candidatearse y ejercer la institucionalidad de la democracia.
Por ello pregunto: ¿Puede un ciudadano que ofrece prebendas a un candidato, u otro que las recibe, ejercer o exigir un servicio que respete la institucionalidad que exige un puesto que administra fondos públicos? Los dejo con esta pregunta para nuestra próxima entrega. l
