¿Tiene derecho a la vida el delincuente que nos mata?

¿Es razonable y moralmente aceptable la ejecución extrajudicial de los “delincuentes”?

¿Es razonable y moralmente aceptable la ejecución extrajudicial de los “delincuentes”? En el paroxismo de la escalada de violencia que vivimos, los dominicanos hemos llegado sin apenas proponérnoslo a formularnos esta pasmosa pregunta que se planteó el eminente jurista alemán Gunther Jakobs a raíz de los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos.

Jakobs, miembro de la academia de Ciencias de Wesfalia y una de las cabezas mejor amuebladas del Derecho contemporáneo, argumentó una respuesta que ha generado ríos de tinta a favor y en contra. Para él no todos los individuos son personas, sino que los ciudadanos se clasifican entre “las personas y los enemigos” de la sociedad.

Recurriendo a filósofos previos al constitucionalismo, como Kant, Hegel y Rousseau, Jakobs niega al “delincuente-terrorista” la condición de persona. Así, pues, acepta la abolición de sus garantías constitucionales, sobre la base de que quienes se han apartado de modo decidido del Derecho no prestan la garantía mínima que es necesaria para ser tratados como persona.

Y afirma: “el que pretende ser tratado como persona debe dar a cambio una cierta garantía cognitiva de que se va a comportar como persona, si no existe esa garantía o incluso es negada expresamente, el Derecho Penal pasa a ser una reacción de la sociedad… contra un enemigo”.

Bajo esta sombrilla, se ha desarrollado la doctrina del derecho penal del enemigo que justifica realidades como la de los presuntos “terroristas” sin juicio de Guantánamo, Abu Ghraib o la doctrina de asesinatos selectivos de delincuentes (targeted killings) que llevó a la muerte de Bin Laden en Pakistán.
Pero, más aún, el derecho penal del enemigo ha llevado a justificar el uso de la fuerza de manera preventiva contra potenciales “delincuentes-terroristas” para aniquilarlos al margen del sistema de derechos y garantías.

“El derecho penal del enemigo pena la conducta de un sujeto peligroso en etapas previas a la lesión, con el fin de proteger a la sociedad en su conjunto, y esto quiebra la relación lógica tradicional entre pena y culpabilidad”, aduce para subrayar que el postulado de igualdad ante la ley hace ineficaz la lucha del Estado contra esos animales peligros.

Es decir, en esta perspectiva es legítimo defenderse de los “delincuentes consuetudinarios” simplemente matándolos e incluso ejecutándolos antes de que cometan el delito, en la denominada fase de preparación del acto atroz.
El Estado democrático renuncia así a las garantías del debido proceso y crea un derecho de excepción para los violadores sexuales, los terroristas, los asesinos o los narcotraficantes. Al fin y al cabo, esos no son sus ciudadanos, son sus “enemigos”.

Obviamente, ese derecho de excepción, ese “cheque en blanco firmado”, que es lo que parecen reclamar las autoridades represivas dominicanas para hacer frente al flagelo de la delincuencia, no tiene límites y suele ir borrando los contornos del Estado de derecho. Prontamente convertiría en papel mojado el sistema de control judicial de los actos de los cuerpos represivos y estaríamos ante un serio cuestionamiento de la relación entre Constitución y democracia, pues si ambas no sirven ni para garantizar el derecho a la vida de los ciudadanos, el Estado Constitucional sería un desiderátum.

Claro, eso no debería pasar en una democracia constitucional como la dominicana que proclama una tabla de derechos y garantías para todos sus ciudadanos y donde es el juez quien tiene de facto la última palabra.
Como afirma Ferrajoli, “la razón jurídica del Estado no conoce amigos y enemigos, sino sólo culpables e inocentes”.

Nuestra Constitución, en sus artículos 37, 38 y 39, proclama los derechos a la vida, a la dignidad y a la igualdad como límites infranqueables frente a los excesos del poder público.

Hay que recuperar el control de constitucionalidad de las actuaciones de las autoridades represivas y su sumisión a la Constitución y a la ley. No se puede pretender legitimar el combate a la violencia con ejecuciones extrajudiciales. Debemos contraponer al desafío de la delincuencia el derecho y la razón para salvaguardar no sólo el debido proceso a los ciudadanos, sino también la propia democracia.

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