El último adiós

Juró que sí, que iba a lograrlo y, estimulado por los aires de esa Navidad, cargado de esperanzas, emprendió el extraño…

Juró que sí, que iba a lograrlo y, estimulado por los aires de esa Navidad, cargado de esperanzas, emprendió el extraño regreso. Al salir de aquel lugar oscuro alcanzó la autopista Duarte, dobló a la izquierda, buscando la John F. Kennedy y, al llegar a la Tiradentes, volvió a doblar a la izquierda. A lo lejos se escuchaba: “!Oh!, ¡Qué triste Navidad, voy a pasar sin ti!” Siguió su camino y llegó a la esquina San Cristóbal. Allí se detuvo, de espaldas al coliseo Carlos Teo Cruz.

Observó, entonces, silencioso, el entorno y se queda extasiado ante el imponente edificio que le queda al frente. Está vacío. Solitario. Oscuro. Sus paredes, cansadas, reflejan el paso del tiempo. Sus ventanas, heridas por los años, han tomado un color amarillento. Sus pisos, abandonados y descoloridos dicen de un tiempo que ya pasó. Sus pasillos, enmudecidos, parecen negarse a la vida.

Así, lleno de ternura, mira a aquella construcción, que muchas veces le vio vivir grandes momentos de gloria. Sus ojos están llenos de compasión, con una mezcla de lástima y cariño. Con amor, con el profundo amor de pena con que se mira a un hijo discapacitado: autista, sordo, mudo, ciego… Y oyó de nuevo la canción: “¡Oh! ¡Qué triste Navidad! ¿Dónde estará mi amor/esta noche de paz/ de nuestro Redentor?”

Quizás, retando al destino y, más aún, decidido a lo imposible, su mente parte en busca del milagro. Y, en una pantalla gigante, en panavisión, comienza a desfilar ante sí todo el esplendor y miseria de los cortesanos.

Una extraña aleación de nostalgia y melancolía lo atacó desprevenido, mientras se vio ascender desde su humilde Navarrete hasta lo más alto, tomado de unas manos poderosas que, súbitamente, caen abatidas un 30 de mayo.

Ahora, se enorgulleció al recordar que fue, entonces, el escogido para decir: “He aquí, señores, tronchado por el soplo de una ráfaga leve…” Más luego, amargamente, hubo de recordar esto otro: “Sean mis primeras palabras para felicitar…” Aquí, se quitó el sombrero, tal vez como en un gesto de arrepentimiento.

Inmóvil, sigue mirando aquella pantalla, y se ve tambalear como un muñeco de papel, empujado por vientos de huracán. Y caer lejos, muy lejos, en un lugar ultramarino. Más tarde volvería, en medio de una guerra, investido como el candidato de la paz.

Aquí, la pantalla, comienza a vomitar sangre, inundándolo todo. Inútilmente, quiso huir de ese olor, pues otra vez, se sentía como una marioneta, movido por hilos invisibles y, -se dijo-por fuerzas incontrolables. Así, decidido a defender su legado resolvió enfrenar cada una de las imágenes infames, que aparecían en caravanas de muerte en la pantalla.

Nada le impediría asumir su propia defensa. Así, pues, cuando apareció la primera oleada: Pichirilo, Guido Gil y Henry Segarra, él hizo aparecer el parque Mirador del Sur, el Parque del Este y el Mirador del Norte. A Orlando y su página en blanco le opuso Los Doce Juegos, las leyes agrarias, la avenida 27 de Febrero, la Kennedy.

Ahí, comenzó, con la sangre, a mezclarse, todo: el coronel Crowley y El Moreno, sangre, los clanes militares, Flavio Suero, la Charles De Gaulle, sangre, el zoológico, el comandante Naut, sangre, la plaza de la Salud, la renovación de la Zona Colonial, la banda colorá, sangre, el Jardín Botánico, el Zoológico, Los jardines del Norte, Sagrario Ercira Díaz Santiago, sangre, la represión del 70, la represión del 74, el fraude colosal, “Te ofrezco dos más dos”, sangre, el fraude monumental, el pacto por la democracia, “Peña Gómez no pasará”, el Acuario Nacional, Homero Hernández, Sangre, El Millón, las presas de Jigüey y Aguacate y cientos, miles de multifamiliares, Los Cinco del Club Héctor J. Díaz, ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre!… ¡Oh –se dijo ahora, al sentir un terrible estremecimiento- yo negué mi propia sangre! Y recordó, con pesar, que nunca reconoció públicamente a sus hijos. “Después de la madre –se repitió, recordando a doña Carmen Celia- nada es más fuerte que el amor de un hijo”.

“Bienaventurados los que puedan disfrutar del cariño de Alexis Joaquín y los demás”, pensó con nostalgia. Y respiró profundamente. Esto le ayudó a alejar aquel maldito olor a sangre. Más tarde, vio llegar decenas, centenares, miles de turiferarios que fueron a sacrificarle chivas, elefantes, vacas y otros animales, buscando su bendición. Y, finalmente, algunos comenzaron a prepararle un altar, para proclamarle como Padre de la Democracia. Esta idea, en principio, le llenó de satisfacción, diciéndose: “Escupieron para arriba”. Más, muy rápidamente, rechazó el argumento, recordando aquella campaña fallida, mediante la cual se intentó eternizar al Ilustre Jefe cuando, después de presentarlo como el padre de la Patria Nueva, quisieron investirlo como benefactor de la Iglesia. Y sintió pena, asco, vergüenza ajena y muchas otras cosas.

Así, volvió el olor a sangre, de la mano del recuerdo del acto acto III, escena IV, de Macbeth: “Estoy nadando en un mar de sangre, y tan lejos ya de la orilla, que me es indiferente bogar adelante o atrás”. ¡Ah!, Ahora sentía una terrible rabia. ¡Cuánto hubiera preferido una defensa real de sus realizaciones! Una justificación cierta de todas sus acciones. Por eso, precisamente, estaba allí, para convocar al edificio a tomar posición en la historia. A limpiar los estigmas. Las paredes debían salir en su defensa, para decir de dónde vinieron las órdenes infames; los pasillos dirían en qué idioma, originalmente, fueron pronunciadas. Las cornisas hablarían de los verdaderos autores de la muerte de Otto Morales; el techo gritaría los nombres de los que exigieron la muerte de Los Palmeros; los balcones darían testimonio de aquellos que reclamaron la muerte de Amín Abel Hasbún; el piso, los ladrillos, las piedras, el edificio todo aclararla sin dudas lo que pasó…Aquí se gritó bien fuerte: “No fui yo quien ordenó matar a Caamaño”. Y se añadió: “De la misma manera, que Don Emilio de los Santos no fue partícipe del asesinato del Dr. Tavárez Justo…”.

Luego, hubo de fruncir el seño, al recordar que, en aquella ocasión, el presidente del Triunvirato renunció mientras, en su caso, él siguió gobernando por otros cinco años. Y luego diez, sin decir nada. “Otra vez, se dijo, el silencio me persigue”. “Tan sólo protesté -pensó- cuando Narcisazo. “A ese no me lo pueden pegar a mí”, habría gritado. Aquí escuchó otra vez: “¡Que triste se ve mi arbolito!/ en el lo que cuelga son lágrimas tristes”.

Ahora, vio que el Sol estaba del otro lado. Y el cielo, en un crepúsculo otoñal, se había movido de rojo a naranja degradado. Fue cuando cayó en la cuenta de que aún no había cumplido la misión que se había propuesto y, pensando que el tiempo se le acababa, tomó un nuevo aire, se llenó de un valor descomunal y, obviando el terrible olor a sangre, -que volvía de modo intermitente- decidido a lograr el milagro, señaló con el índice de su mano derecha -en la izquierda el sombrero asido con firmeza-, y, con todas sus fuerzas, le gritó al edificio; ¡Levántate y anda!

Gesticuló un momento, como invocando a algún espíritu. Y esperó. Pero, el montón de varilla y cemento siguió inerte. Yerto. Frío. Y un silencio que sólo era interrumpido por los golpes monorrítmicos de un cuchillo embotado, que servía a dos o tres individuos que, en las sombras, sobre una mesa maltrecha desmembraban, por piezas, un gallo que sería vendido más tarde en pública subasta.

Una y otra vez movió la cabeza a uno y otro lado, en señal de turbación. Fue entonces cuando se dio cuenta de que, en lugar de una pantalla, había estado frente a un espejo. Y vinieron hasta él las palabras de Oscar Wilde: “El que vive más de una vida debe morir más de una muerte”.

E, instintivamente, frustrado y compungido, dio vuelta por donde había venido: Tiradentes, Kennedy a la derecha, hasta llegar al semáforo que está después de Carrefour. A la derecha otra vez y, luego de subir y bajar varias veces por la accidentada vía, penetró de nuevo a la profundidad, donde reinan las sombras, el silencio y la soledad. E, incluso, también, a veces, el olvido.

Rezó -más lejos-, soñolienta y bostezando, una enana, montaba en el último vagón del Metro, pensando en refugiarse -como todos los demás-, en el otro gran edificio, al final de la Dr. Báez mientras el villancico terminaba así: “!Oh! ¡Qué triste Navidad!/ voy a pasar sin ti… Noche de paz/ Noche de amor…”

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