Entrampado entre un espeso caldo de tristezas y frustraciones en un día gris, busco vías para liberar el intelecto de las cadenas de los abatimientos. Con un metabolismo emocional lento, es difícil escapar de las trampas y arenas movedizas de nuestro propio interior. Las personas que amamos, sobre todo con amores por encima del amor carnal, hijos no biológicos a los cuales queremos evitar daños previsibles, son andamiaje de la estructura interna para soportar los embates que nos acechan; contribuyen, conjuntamente con los hijos carnales, en el sosiego que suponemos en los tiempos del ocaso de la propia vida.

Cuando estos se desvían de los esquemas en los que basamos nuestros principios, hieren profundamente, aunque su intención hubiese sido otra. Dolor que hace cuestionar razones, frustrar ánimos y producir dolor visceral cuando creíamos que ya conocíamos todos los dolores. Craso error… Construimos imágenes idealizadas de esas personas que se han ganado en nosotros, ese amor superior al amor físico y por los que fácilmente llegamos al sacrificio. Peor cuando estos seres dueños de nuestra tranquilidad emocional, saben que su desvío nos mata.

El desconocimiento alimenta las conjeturas y las sinrazones tuercen el razonamiento. Dicen que cuando se brinda, debe hacerse con la mano izquierda, la del corazón, mirando a los ojos del que alza la copa contigo. El minúsculo símbolo de la copa, tatuado en negro en la muñeca izquierda, me hace suponer que cada vez que brinde debe recordar a quien le enseñó a saturar de vino, las alegrías, las penas, felicidades, traiciones, conquistas, logros y amarguras. El que lo hizo símbolo de la “vida”, según su torcida concepción egoísta de la felicidad personal. El que nunca concibió el “nosotros”, si no que hizo religión del yo.

El amor perverso que la utilizó como instrumento para sus placeres carnales y de dominación emocional. Y ella, para nunca olvidarlo, ha de brindar por “el” siempre que alce la mano izquierda con “dos copas”: la real y la del pacto entre dos, honrado solo por uno. Me chocan las “modas” que “identifican al grupo”, sin querer entender que esos vínculos de hoy no necesariamente subsisten a los “ácidos” a que la vida los somete. Las personas no son propiedad de nadie; somos cautivos de nuestros propios errores. Extraño es que, en el pasado, los esclavos eran marcados, forzados a ello. Ahora algunos se estampan con tatuajes diversos, para identificarse como “libres”, “marcándose” el cuerpo, con señales que no podrán eliminar.

“Señas particulares…” Quizás mis incomprensiones vienen de que soy un “viejo pasao” que no comprende inclinaciones de juventud. Percepción generacional, que habrá de salpicar a todos los que la juventud abandona, inexorablemente. Pobre de aquellos que no aprovechen experiencias ajenas o sabiduría de edad, para lamentar, cuando sea tarde, lo que no supieron entender cuando correspondió.

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