El vínculo de cada judío con Jerusalén ha sido tan grande a través de la historia, que cada día, en Israel o en la Diáspora, desarrolló la tradición de rezar tres veces en dirección a la ciudad por el regreso a la misma. En la boda, el novio rompe una copa en duelo por su destrucción y la del Segundo Templo y en caso de muerte, la forma usual de pésame era decirle al deudo que se conformara con la reconstrucción de Jerusalén.

El 9 del mes AB (del calendario judío), aniversario de dos destrucciones de Jerusalén, es día de ayuno y duelo para los judíos. Y en el exilio, cada vez que un judío construía una casa dejaba generalmente un muro sin pintar en recuerdo de la destrucción de la ciudad.

Alrededor de la crisis del Oriente Medio y de sus orígenes y causas, se han tejido muchas falsedades, perpetuadas por el tiempo y la ignorancia. Ninguna contribuía a distorsionar tanto la realidad, como aquella de que la creación del Estado de Israel fue el resultado de una especie de conspiración del oro judío.

Contrario a esa creencia, en ciertos círculos generalizada, la verdad es realmente otra. En sus inicios, los israelíes debieron superar innumerables limitaciones, producto de su pobreza.

Israel es, esencialmente, una labor de pioneros. Las diversas olas de inmigrantes europeos llegados a Palestina desde la segunda mitad del siglo pasado estaban formadas, en su mayoría, por toscas y paupérrimas familias sedientas de libertad y pletóricas de idealismo.

Las comunidades ricas de judíos nunca mostraron demasiado entusiasmo por la idea de un regreso a la tierra prometida. Al igual que los grupos religiosos ortodoxos, que sustentaban la esperanza de un retorno a Sión por virtud de un mandato divino y por el esfuerzo de los propios judíos, los hebreos pudientes de la Diáspora rechazaban, por instinto o en forma militante, el proyecto de un Hogar Nacional en la tierra de sus antepasados como una idea peregrina.

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