En el pueblo de Eseldorf —el pueblo de burros, como su nombre en alemán indica— las autoridades tenían buenas razones para negarle “a la gente común” el acceso a la educación, al conocimiento. El conocimiento produce inconformidad y la inconformidad es enemiga jurada de la paz social. Conduce al desorden, a la ruina.
Eso fue lo que estuvo a punto de suceder cuando se apareció en la comarca una mujer husita, una seguidora de Jan de Hus. Juan Hus había muerto en la hoguera por ponerse “a favor de la libertad de prédica, de la pobreza en el clero y del castigo de los pecados mortales a todos los miembros de la sociedad, sin distinción de rangos”. Era un hereje. Y la mujer se “dedicó a embaucar a la gente”, a emponzoñarles el alma con sus enseñanzas perversas, demoníacas, igualitarias. Desde que abrió la boca empezó a atentar contra el orden constituido en el manso pueblo de Eseldorf, a sembrar la manzana de la discordia:

“Primero convenció a algunos ignorantes y estúpidos para que fueran en secreto de noche a su casa y escucharan ‘el verdadero mensaje de Dios’, como decía ella . Era una mujer astuta y seleccionó a los pocos que sabían leer. Los aduló, les hizo creer que eso demostraba su inteligencia y que sólo los inteligentes podían entender su doctrina. Llegó a reunir a diez y los fue envenenando noche a noche en su casa con sus herejías . Les entregó los sermones husitas, todos por escrito, para que los guardaran, y los convenció de que leerlos no era pecado”.

Una de las víctimas de la insidiosa husita era “Gretel Marx, la viuda del lechero, que tenía dos caballos y un carro y llevaba leche a la feria del pueblo” y estuvo a punto de quedar en la ruina a causa de la disconformidad que en su alma había plantado la mujer husita.

Por suerte para ella, se cruzó en su camino el santo padre Adolf que la condujo de nuevo por la senda de la salvación. El padre Adolf es un personaje de antología. El narrador lo describe venenosamente de forma ambigua, irónica, le atribuye virtudes que sus vicios desmienten, lo acusa de ser profano, disoluto y maligno y a la vez un buen hombre: un perverso buen hombre:
“El padre Adolf era un sacerdote gritón, ferviente y enérgico, y trataba de ganar renombre porque quería llegar a ser obispo. Se lo pasaba espiando y vigilando atentamente los rebaños ajenos y los propios. Era disoluto, profano y maligno pero en general se pensaba que, de no ser por eso, era un buen hombre. Y tenía talento, sin duda . Era un orador elocuente y vivaz”.

El hecho es que “Un día pasó el padre Adolf y encontró a la viuda Marx sentada a la sombra del castaño que había junto a su casa, leyendo (…) iniquidades”: los textos husitas. El santo padre estaba borracho y contento, como era su costumbre, más no por eso dejaba de sentirse depositario de la verdad y autoridad
divinas.

“… venía caminando por el sendero, luego de beberse varios jarros. Se sentía bien y canturreaba ‘alabemos al vino y a las doncellas’ con su voz potente de bajo, cuando vio a la viuda Marx concentrada leyendo su libro. Se detuvo frente a ella y se quedó ahí, balanceándose y mirándola de refilón con sus ojos saltones. Su cara roja y gorda estaba transpirada . Hizo una mueca de disgusto y dijo:

“−¿Qué tiene ahí, Frau Marx? ¿Qué lee?
“Ella le mostró . Él se inclinó y echó un vistazo, después le arrancó los escritos de la mano y ordenó con ira: −¡Quémelos, quémelos, idiota! ¿No sabe que leer esto es pecado? ¿Quiere condenar su alma? ¿De dónde los sacó?
“Cuando ella le contó, el padre Adolf dijo:
“−Es lo que pensé. Ya me voy a ocupar de esa mujer .
“Le voy a hacer la vida imposible. Usted va a sus reuniones, ¿verdad? ¿Y qué le enseña, le enseña a adorar a la Virgen?
“−No, sólo a Dios.
“−Lo sabía. Usted se va a ir al infierno. La Virgen va a castigarla por esto.

Acuérdese de lo que le digo .

“Frau Marx se asustó. Quiso justificarse, pero el padre Adolf le dijo que cerrara la boca y siguió atormentándola. Le contó lo que le haría la Virgen hasta que, a punto de desmayarse de miedo, ella se arrodilló y le rogó que le dijera qué hacer para que la Virgen la perdonara. El padre Adolf le impuso una dura penitencia, la sermoneó un poco más y después retomó su canto donde lo había interrumpido y se alejó balanceándose en zigzag”.

El padre Adolf también había tenido que ver con lo sucedido al padre Peter: una cosa en verdad terrible. El padre Peter, después de años de impecables servicios a la comunidad, se había descarriado. Siempre “se limitaba a predicar desde el púlpito exactamente lo que la Iglesia requería y nada más”, pero en algún momento —según informó el padre Adolf al obispo— empezó a disvariar, a decir locuras, cosas sin sentido y desproporcionadas acerca de Dios, a contradecir las creencias más firmes de la santa madre iglesia. Decir disparates sobre la salvación y la bondad de Dios:

“Pero el cura que nosotros más queríamos y que más lástima nos daba era el padre Peter. El obispo lo había suspendido por andar diciendo que Dios era todo bondad y que encontraría una manera de salvar a todos sus pobres hijos humanos. Era algo terrible, no se hallaron pruebas contundentes de que el padre Peter lo hubiera dicho y además no iba con su personalidad porque era un buen cristiano, siempre fue bueno, gentil y sincero y se limitaba a predicar desde el púlpito exactamente lo que la Iglesia requería y nada más. Cuando lo acusaron no fue por decirlo en el púlpito (en ese caso toda la congregación habría escuchado y testificado) sino afuera, en una conversación, y a sus enemigos les resultó fácil inculparlo. El padre Peter lo negó pero no importó. El padre Adolf quería quedarse con su puesto y le juró al obispo que alcanzó a oír al padre Peter cuando se lo decía a la sobrina mientras él escuchaba detrás de la puerta −porque sospechaba de la integridad del padre Peter, dijo, y los intereses de la religión requerían que él espiara”.

El pecado del padre Peter era inexcusable. Con sus afirmaciones sobre la bondad de Dios le estaba dañando el negocio a los mercaderes del templo, a los intermediarios, a los que vivían de perdonar y condenar en nombre de Dios. A los que suplantaban a Dios.

En la versión espuria y santurrona de “El forastero misterioso”, la del albacea de Mark Twain, no aparece la historia de la predicadora husita y los chismes sobre el padre Peter no llegan al oído del obispo por medio del intrigante padre Adolf. Tampoco se lo describe ni ridiculiza en términos de ambicioso o intrigante. En sustitución del padre Adolf figura un maligno astrólogo como causante de la caída del padre Peter o Pedro:

“El padre Pedro tenía un enemigo, un enemigo muy poderoso, a saber: el astrólogo que vivía, allá en el fondo del valle, en una vieja torre derruida, y que pasaba las noches estudiado las estrellas. Todos sabían que ese hombre era capaz de anunciar por adelantado guerras y hambres, cosa que, después de todo, no era muy difícil, porque por lo general había siempre una guerra o reinaba el hambre en alguna parte. Pero sabía también leer por medio de las estrellas, y en un grueso libraco que tenía la vida de cada persona, y descubría los objetos de valor perdidos; todo el mundo en la aldea, con excepción del padre Pedro, sentía por aquel hombre un gran temor. Incluso el padre Adolfo, el mismo que había desafiado al demonio, experimentaba un sano respeto por el astrólogo cuando cruzaba por nuestra aldea luciendo su sombrero alto y puntiagudo y su túnica larga y flotante adornada de estrellas, con su libraco a cuestas y con un callado, del que se sabía que estaba dotado de un poder mágico”.

(Irreverencias y profanaciones de Mark Twain (15): El forastero misterioso).

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