El oficial comprende oscuramente que tiene que matar al elefante. Tenía que matarlo para impresionar a los nativos, para merecer su respeto, para guardar las apariencias, por algo tan banal como el mantenimiento de su imagen pública. En el fondo, sin embargo, siente que el elefante no se merece la muerte:

“Es una cosa seria matar a un elefante de trabajo —comparable a destruir una maquinaria grande y costosa— y es obvio que no debe hacerse si puede evitarse. A la distancia en la que se encontraba, comiendo pacíficamente, lucía tan peligroso como podría ser una vaca».

No quería matarlo, en principio. El animal le inspiraba simpatía, le inspiraba quizás admiración y hasta le inspiraba ternura:

«Lo miraba batir los mazos de hierba contra sus rodillas, con ese aire de abuela preocupada que tienen los elefantes. Me parecía que dispararle sería un crimen. A aquella edad no tenía muchos escrúpulos para matar un animal, pero nunca había matado un elefante ni querido jamás hacerlo. (De alguna manera siempre luce peor cuando se trata de un animal grande)».

El problema es que la multitud que se había congregado en el lugar quería pan y quería circo, estaba sedienta de sangre y ávida de carne. Esperaba que el oficial cumpliera con lo que el rifle en sus manos prometía. El oficial sentía la presión a sus espaldas, la vehemencia de la multitud. Ahora no podía dar marcha atrás. El elefante le infundía desde luego cierto temor, pero su mayor miedo era quedar mal, lo aterrorizaba hacer el ridículo frente a aquella multitud. La multitud quería que él matara al elefante, pero también seguramente quería que el elefante lo matara a él. No podía permitirse fallar;

«El único pensamiento en mi mente era que, si algo salía mal, esos dos mil birmanos verían cómo un elefante me iba a perseguir, atrapar y destruir, reduciéndome a un cadáver con los dientes expuestos, como el del indio en la colina. Y si eso ocurría, era bastante probable que muchos de ellos se rieran. Jamás permitiría que eso me pasara».

Entonces era evidente que tenía que matar al valioso y majestuoso elefante. Estaba ahora obligado a matarlo. El era sólo una pieza de un deshumanizado engranaje del dominio colonial, lo presionaban desde arriba y desde abajo y tenía que cumplir su cometido. Hacer lo que le repugnaba hacer:

«Cuando halé el gatillo, no escuché la detonación ni sentí el golpe del retroceso —nunca se siente cuando has acertado el tiro—, pero escuché el rugido de alegría diabólica que emanó de la muchedumbre. En un instante, muy corto aún, pensaría uno, para que la bala lo hubiera alcanzado, un cambio misterioso y terrible se había producido en el elefante. Ni se sacudió ni cayó, pero cada perfil de su cuerpo se había alterado. De repente lució conmocionado, encogido, increíblemente viejo, como si el impacto de la bala lo hubiese paralizado sin derribarlo. Al final, después de lo que pareció un largo tiempo —quizás cinco segundos, me atrevería a decir— se postró flácidamente de rodillas. Su boca babeaba. Una pátina densa de senilidad parecía haber caído sobre él. Cualquiera habría imaginado que tenía miles de años».

El elefante herido adquiere una dignidad impresionante. Adquiere la dimensión de un coloso. El disparo se siente como un ultraje. Cada disparo es un nuevo ultraje. Una irreparable ofensa a su salvaje inocencia. Nótese la maestría con que Orwell describe el episodio, la intensidad y dramatismo que adquiere la narración:

«Disparé de nuevo en el mismo punto. Con ese segundo disparo no cayó sino que, con desesperante lentitud, patas temblorosas y gran debilidad, se puso de pie e inclinó la cabeza con languidez. Disparé por tercera vez. Y ese fue el tiro que lo acabó. Se podía ver cómo la agonía agitaba todo su cuerpo y destruía los últimos remanentes de fuerza en sus miembros. Pero al caer, pareció levantarse por un momento porque cuando sus patas traseras colapsaron, cual una roca que se voltea, dio la impresión de que se elevaba, con su tronco al cielo, como un árbol. Hizo sonar su trompa por primera y única vez. Y entonces se desplomó, su panza hacia mí, con un golpe que hizo temblar la tierra incluso hasta donde me hallaba».
Al final, el oficial parecería que se arrepiente de su trabajo, toma un poco conciencia de lo que ha hecho y de la inutilidad de su presencia en aquel lugar. Además, la desesperante agonía del gigante que acababa de abatir le resulta insoportable:

«Me levanté. Los birmanos ya me sobrepasaban corriendo entre el lodo. Era obvio que el elefante no podría levantarse más, pero no estaba muerto. Respiraba rítmicamente con jadeos muy largos, y su costado voluminoso subía y bajaba de manera dolorosa. Su boca estaba muy abierta —podía ver muy adentro en las cavernas rosadas de su garganta—. Esperé un largo rato a que muriera, pero su respiración no se hacía más débil. Finalmente, disparé los dos cartuchos restantes en el punto donde creí que debía estar su corazón. La sangre brotó de él espesa como un terciopelo rojo, pero aun así no murió. Cuando los tiros entraron en su cuerpo ni siquiera reaccionó, continuó sin pausa su respiración torturadora. Estaba muriendo muy lentamente, con gran agonía, pero en algún mundo remoto, lejano del mío, donde ni siquiera una bala podría hacerle más daño. Sentí que debía poner fin a ese ruido espantoso. Era horrible ver a aquella gran bestia, yaciendo ahí, sin fuerzas para moverse y sin fuerzas para morir, y ni siquiera ser capaz de terminar con ella. Mandé a buscar mi rifle pequeño y disparé un tiro tras otro en su corazón y en el fondo de su garganta. No parecieron causar efecto alguno. Los jadeos angustiados continuaron tan persistentes como el tictac de un reloj. Al final, no aguanté más y me largué de allí. Después escuché que le había tomado media hora más morir. Los birmanos estaban trayendo cuencos y cestas incluso antes de mi partida, y me contaron que, para la tarde, ya habían descarnado su cuerpo hasta dejarlo casi en los huesos».

La muerte del elefante no tendría, por lo demás, mayores consecuencias. Sólo daría un poco que hablar. Solo le dolería verdaderamente a su dueño, que no era una persona importante.

«Por supuesto, durante un tiempo, hubo discusiones interminables acerca de la muerte a tiros del elefante. El dueño estaba furioso, pero solo era un indio y nada podía hacer. Además, yo había actuado de manera correcta según la ley, porque a un elefante enloquecido hay que matarlo, como a un perro, si su dueño no puede controlarlo. Entre los europeos las opiniones estaban divididas. Los más viejos afirmaban que había hecho lo correcto, los más jóvenes decían que era una vergüenza matar un elefante porque había matado a un culí, visto que un elefante vale más que cualquier maldito culí. Y finalmente, fue bueno para mí que el elefante hubiera aplastado al culí; eso me mantuvo dentro de la ley y fue suficiente pretexto para matarlo. Siempre me pregunté si alguno entre los demás europeos habría percibido que lo había hecho solo para no parecer un tonto». (1936).

Por eso le había quitado la vida al noble animal. Sólo por aquello de las apariencias. Por el mantenimiento del orden… Con su vistoso uniforme y el rifle en las manos, el oficial se confundía a simple vista con uno de los amos, pero era solo un siervo, un esclavo del sistema y de las bajas pasiones de la multitud.

Posted in Cultura, Gente

Más de gente

Más leídas de gente

Las Más leídas