El 30 junio de 1939, a bordo del lujoso yate Ramfis, Trujillo emprendió un viaje con el que había soñado intensamente. Se había atrevido a dejar, nominalmente, el timón de la cosa pública en las dóciles manos de Peynado, y a Peynado en las manos de su guardia pretoriana y salió de viaje. Un viaje político de vacaciones, las primeras vacaciones que se tomaba en mucho tiempo. El soñado viaje a los Estados Unidos.

La manera en que Crassweller describe el episodio, o los muchos episodios de su estadía en ese país, parece un cuento de hadas. Decir que lo trataron a cuerpo de rey es quedarse corto. La matanza de haitianos estaba todavía fresca en la tinta de los periódicos y en la memoria de mucha gente, pero sus amigos del imperio lo trataron mejor que a cuerpo de rey. Pasaron por alto ese pequeño detalle y lo recibieron con honores. En Washington, por ejemplo fue agasajado por altos funcionarios del Departamento de Estado, lo llevaron a conocer el cementerio de Arlington y la antigua hacienda esclavista de George Washington en Mount Vernon, donde se dice que hizo una pregunta bastante extraña. No preguntó, al parecer, por la extensión de la tierra, por vacas ni caballos ni peones, sino por los gustos literarios de quien había sido su propietario. No fue una pregunta al azar. Fue algo que le había sugerido quizás Logroño u otro cualquiera de sus áulicos para aparentar lo que no era.

El senador Walsh, al frente de una delegación de congresistas, lo visitó después en la sede de la embajada dominicana, hizo un brindis en su honor, en honor de la bestia, y comenzó de inmediato a derramar torrentes de palabras lisonjeras. Palabras y más palabras en beneficio del generalísimo, todo un derrame de palabras: bendiciones, elogios, aplausos, epítetos tan ardientes y desmesurados que habrían hecho ruborizar a un santo.

Es casi seguro que todos los honorables congresistas, y sobre todo el alcahuete senador Walsh, eran sólo unos pocos de los que Trujillo tenía en su jugosa nómina, políticos y politicastros a quienes la bestia pagaba generosamente favores o silencios cómplices, o quizás ambas cosas, y que con gusto le hubieran besado los pies y cualquier otra parte del cuerpo. Lo que dijo el senador Walsh en esa ocasión no fue más que un discurso prepagado. ¡Y qué discurso!

A juicio de Walsh, ningún otro estadista de Centroamérica y el Caribe había sido tan grande y poderoso servidor del interés público. En su opinión, el generalísimo era el más aguerrido defensor de políticas humanitarias y progresistas, de esas que promueven el bienestar de todos los pueblos. Durante su período de gobierno, la bestia no se había caracterizado por haber implantado el terror en todo el país como presidente de la República Dominicana. Se había más bien destacado en su devoción y lealtad a todas aquellas causas y principios relacionados con el progreso del pueblo dominicano. Puro altruismo, desinterés y desprendimiento. En fin, que —terminaba diciendo el efusivo senador Walsh—, era un placer darle la bienvenida y felicitarle por sus éxitos al gran humanista, al benefactor de la patria, y asegurarle que la gente de los Estados Unidos de América se alegraba de tener de visita a un hombre que había hecho tanto por el bienestar y el progreso de la República Dominicana y que nunca, al parecer, había planificado y realizado una masacre tan espantosa como la que aparecía todavía fresca en la tinta de los periódicos y en la memoria de mucha gente, especialmente en la de los periodistas, con los cuales no le iría muy bien más adelante.

Trujillo estaba, pues, en su mejor momento, posando y pasando de un escenario a otro, de banquete en banquete, de homenaje en homenaje. Rápidamente se contagió del espíritu libertario y democrático de la gran nación norteamericana y se sintió él mismo en algún momento tan libertario como democrático. Se atrevió entonces a decir, con toda la fuerza del descaro, que nunca se pondría del lado de los regímenes totalitarios como Alemania e Italia. A esas naciones jamás les ofrecería la República Dominicana sus simpatías en la guerra que ya casi se desataba.

El generalísimo fue agasajado con las más finas atenciones. Los amigos se multiplicaban y parecían disputarse entre ellos el favor o su simpatía, lo invitaban a cenas, recepciones y todo tipo de reuniones. Al ministro Cordell Hull lo vió por lo menos en dos ocasiones. Otro senador de apellido Green ofreció en el mismo Capitolio un almuerzo en su honor que de seguro no le salió gratis a la bestia. Lo había pagado ya de muchas maneras con antelación al senador Green. Otro gran amigo y admirador, el teniente coronel Thomas Watson, le sirvió de anfitrión en una glamorosa recepción.

Una especie de apoteosis tuvo lugar en la prestigiosa academia militar de West Point. El ilustre visitante fue recibido con una salva de veintiún cañonazos. Una salva de cañonazos que representaba tal vez el más alto honor que alguna vez se le concedió, todo un implícito reconocimiento a su condición de jefe de Estado y militar que recibiría seguramente con lágrimas en los ojos.

Pero no fue sólo West Point. La Academia Naval de Annapolis, y la Base Naval de Quantico también se disputaron y honraron con su presencia.

Pocas cosas, sin embargo, se igualaron ni se igualarían jamás a la gentil deferencia que le hiciera el general George C. Marshall, el mismísimo general George C. Marshall, nada más y nada menos que el Jefe de Estado Mayor en funciones del Ejército de los Estados Unidos de América, el hombre que se cubriría de gloria por el famoso plan de reconstrucción de Europa que lleva su nombre. Marshall no se conformó con hacerle una invitación a la bestia. Le hizo dos. Una en la noche del 9 de julio a una especie de agasajo y otra de nuevo a un banquete dos días después.

Pero faltaba más, mucho más. El viaje de vacaciones, las primeras vacaciones que se tomaba en mucho tiempo, resultó ser una caja de sorpresa para la bestia. En el momento más elevado de su carrera fue invitado a la Casa Blanca a tomar té a las cinco. El té de las cinco de la tarde.

A esa hora, el día 11 de julio de 1939, estaba el monstruo en la Casa Blanca. Saludó y fue saludado por mucha gente distinguida. Recibió y fue recibido. Conversó y fue conversado. Durante una hora, por lo menos, parloteó amenamente con Franklin Delano Roosevelt, el entonces presidente de los Estados Unidos. Hablaron, según se dice, de unas espadas españolas de la época colonial que Roosevelt había comprado en Santiago de los Caballeros en 1917, durante un viaje que hizo a Santo Domingo y Haití en la época de la intervención militar norteamericana en ambas naciones. Ninguno de los dos, por lo que se sabe, mencionó la matanza haitiana.Y ni siquiera el nombre del padre R. Barnet, “asesinado a palos en la Iglesia Episcopal de la avenida Independencia de Santo Domingo por haber suministrado datos a la prensa norteamericana sobre la feroz carnicería”.
Trujillo era, al fin y al cabo, un poco lo mismo que había dicho el mismo Franklin Delano Roosevelt sobre el dictador nicaragüense Tacho Somoza. Era un SOB. Era un HDP. (“Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”). Quizás el hijo de puta favorito. El más favorito de todos los posibles hijos de puta..

HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [50]
https://eltallerdeletras.blogspot.com/2019/04/historia-criminal-del-trujillato-1-35.html
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.

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