Yo no podía creerlo. Cuando Harold Bloom me dijo que Tommaso Landolfi había escrito un cuento sobre la esposa que Gógol nunca tuvo (o que nadie sabía que tuvo), me quedé como quien dice un poco tumefacto o estupefacto. Yo no podía sencillamente creerlo. A Gógol le envenenaron el alma cuando era chiquito, la mamá le hizo un implante maligno de creencias religiosas, le dió a beber religión y leche en el mismo biberón. Gógol vivió desde entonces en el temor permanente de Dios y el diablo, entre dos miedos cervales. Además no le gustaban las mujeres y nunca se atrevió públicamente a que le gustaran los hombres, salvo un feliz período en Italia. Un desliz italiano, un amante clandestino, una pasión secreta que fue un secreto a voces.

Landolfi, o más bien Foma Paskalovich, la persona que le sirve de portavoz o alter ego, se muestra indeciso en principio. No quiere parecer indiscreto, irrespetar la memoria del gran escritor, revelando un secreto que todos ignoran y podría resultar vergonzoso. Advierte que de ninguna manera podemos juzgarlo porque nadie sabe, en fin de cuentas, a “qué superior y general utilidad responden los actos” de las “privilegiadas naturalezas”. Puede que hagan cosas parecidas a las de los comunes mortales y, sin embargo, las causas no son las mismas. Por algo —dice que dijo un gran hombre—, “Yo también hago pipí, pero por otras razones.”

Una de las cosas sorprendentes es que el nombre de la mujer de Gógol era Caracas, una ciudad que era y creo que sigue siendo la capital de Venezuela y que difícilmente Gógol visitara u oyera nombrar.

Aún más sorprendente es la manera en que la describe el mentado Foma Paskalovich:

“Si nos referimos a su forma media, Caracas era eso que se llama una mujer hermosa, bien formada y proporcionada en todas sus partes. Como ya se ha dicho, tenía en su justo lugar todos los más menudos atributos de su sexo. Particularmente dignos de mención eran sus órganos genitales (si es que este adjetivo puede tener sentido en este caso), que Gogol me permitió observar durante una memorable velada a la que me referiré más adelante”.

El párrafo anterior, tan desinhibido como impúdico, puede dejar pasmado y confundido al lector desprevenido. Y lo que sigue es todavía más escandaloso y además enigmático:

Los tan curiosos genitales “Eran el resultado de unos ingeniosos pliegues de la goma. Nada había quedado olvidado y varios ingenios, además de la presión del aire interior, hacían fácil su uso”.

Uno se queda turulato. ¡Era que Gógol permitía a su amigo Foma Paskalovich que manoseara a su mujer, que la pusiera al revés y al derecho y opinara descaradamente sobre sus partes íntimas? Y además, ¿de que “varios ingenios”, de que “pliegues de la goma” y de que “presión de aire interior está hablando?

Que no se sorprenda nadie por lo que aquí se ha dicho y lo que va a decir y se dirá más adelante, porque en realidad es algo que desafía la imaginación:

“La mujer de Nikolai Vasilievich —en dos palabras— no era una mujer ni un ser humano cualquiera, ni siquiera un ser viviente cualquiera, animal o planta (como alguno, por otra parte, insinuó); era, simplemente, una muñeca de goma. Sí, una muñeca inflable. Y ello puede explicar bien la perplejidad o, peor, la indignación de algunos biógrafos, también ellos amigos personales del Nuestro. Los cuales se lamentan no sólo de no haberla visto nunca aunque visitaran bastante asiduamente la casa de su gran marido, sino también de no haber jamás ‘ni siquiera oído su voz’. De lo cual infieren no sé qué oscuras, ignominiosas e incluso nefandas complicaciones. Pero no, señores, todo es siempre más simple de lo que se cree. Ustedes nunca oyeron su voz sencillamente porque ella no podía hablar. O, más exactamente, no podía hacerlo más que en determinadas condiciones, como veremos, y en todos los casos, menos en uno sólo, a solas con Nikolai Vasilievich. Pero dejémonos de inútiles y fáciles confutaciones, y vayamos a una descripción en lo posible exacta y completa del ser u objeto en cuestión”.

Lo que a continuación describe Foma Paskalovich es como un cuadro de Salvador Dalí, como uno de sus relojes que se derrite o el teléfono langosta:

“Así pues, la así llamada mujer de Gogol se presentaba como un vulgar globo de gruesa goma, desnudo en todas las estaciones y del color de la carne, o como se suele decir, color piel. Pero como las pieles femeninas no son todas del mismo color, precisaré que, en general, se trataba de una piel bastante clara y bruñida, como la de algunas morenas. Él, o ella, era, en efecto —está de más decirlo—, de sexo femenino. Pero conviene decir en seguida que también era grandemente mudable en sus atributos, pero sin llegar, como es obvio, a cambiar de sexo. Pero algunas veces, sí podía mostrarse flaca, casi sin pecho, de caderas estrechas, más semejante a un efebo que a una mujer. Otras se mostraba lozana en demasía, o por decirlo todo, gorda. Además, frecuentemente cambiaba el color de sus cabellos y de los otros pelos de su cuerpo, hicieran juego o no. Y también podía aparecer modificada en otros mínimos detalles, como la posición de los lunares, la viveza de las mucosas, etcétera, y hasta, en cierta medida, en el mismo color de su piel. De modo que, por último, podría uno preguntarse qué es lo que en realidad era y si, en verdad, se debería hablar de ella como de un personaje único. Pero, ya lo veremos, no es prudente insistir en este punto”.

Por absurdo que parezca, la relación entre Gógol y Caracas no era meramente física. Lo más increible, lo más impensable es que Gógol se enamoró perdidamente de esa mujer o de las muchas formas y tipos de mujer que podía ser. Una vulgar mujer de goma inflable que al parecer lo traicionó una o varias veces y que además le hizo otras cosas infames. Gógol la inflaba y la desinflaba a su antojo al principio, pero después los papeles se invirtieron y fue ella que la jugaba a su antojo con él:

“La razón de estos cambios estaba —según mis lectores ya habrán comprendido— nada más que en la voluntad de Nikolai Vasilievich, el cual la hinchaba más o menos, le cambiaba la peluca y otros vellos, la ungía con sus ungüentos y la retocaba de varias maneras a fin de obtener más o menos el tipo de mujer que le venía bien en ese día o en ese momento. Es más, a veces se divertía, siguiendo en ello la natural inclinación de su fantasía, en sacar de ella formas grotescas y monstruosas, porque está claro que, más allá de un cierto límite de capacidad, ella se deformaba y, así, también parecía deforme si se quedaba más acá de un determinado volumen. Pero Gógol se cansaba pronto de tales experimentos, a los que juzgaba ‘en el fondo poco respetuosos’ para con su mujer, a la que a su manera (manera imperscrutable para nosotros) quería. La quería: ¿Pero a cuál precisamente de estas encarnaciones? —nos preguntaremos. ¡Ay! Ya he dicho que la continuación de la presente narración acaso nos dé una respuesta, sea la que fuere. ¡Ay! ¿Cómo he podido afirmar hace un momento que la voluntad de Nikolai Vasilievich gobernaba a aquella mujer? En cierto sentido, sí, es verdad, pero también lo es que ella pronto se convirtió, además de en su esclava, en su tirana. Y aquí se abre el abismo, la sima del tártaro, si lo prefieren. Pero procedamos con orden”.

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