Las terribles palabras que le dice el cadí Abu Taher a Omar Jayyám sobre el peligro de expresar lo que siente, se repiten como un eco en su cabeza: “Si quieres conservar tus ojos, tus oídos y tu lengua, olvida que tienes ojos, oídos y lengua”.

En el mundo en que viven, el mundo que describe Amin Malouf en la novela “Samarcanda” —y en el mundo real de esa época y de muchas otras épocas—, está prohibido hablar.

Ahora, en la novela de Maalouf, “El cadí se calla, su silencio es hosco. No es de esos silencios que llaman a las palabras del otro, sino de los que retumban y llenan el espacio. Omar espera con la mirada baja, dejando escoger al cadí entre las palabras que se atropellan en su mente”.

“Pero Abu Taher respira profundamente y da a sus hombres una orden tajante. Se alejan.

En cuanto cierran la puerta se dirige hacia un rincón del diván, levanta un paño del tapiz y luego la tapa de un cofre de madera damasquinada. Saca de él un libro que ofrece a Omar con un gesto ceremonioso, verdad es que suavizado por una sonrisa protectora”.

Se trata de un volumen “grueso, áspero, repujado con dibujos en forma de semicírculo, bordes de las hojas irregulares, mellados. Pero cuando Jayyám lo abre, en esa inolvidable noche de verano, sólo contempla doscientas cincuenta y seis páginas en blanco, sin poemas aún, ni pinturas, ni comentarios en el margen, ni iluminaciones”.

Todo esto ocurre en la novela de Maalouf y puede haber sucedido en el mundo real o surrealista de Omar Jayyám. Lo que sigue pudo también haber sucedido y sucedió de alguna manera, pero la verdad no tiene mayor importancia. Es la poesía lo que ahora importa:

“Para ocultar su emoción, Abu Taher adopta un tono de charlatán.

“—Es kagez chino, el mejor papel que se ha obtenido jamás en los talleres de Samarcanda. Un judío del barrio de Maturid lo fabricó para mí según una antigua receta enteramente a base de morera blanca. Tócalo, es de la misma savia que la seda”.

El cadí contará a continuación algo terrible que estremece al lector. Una dolorosa revelación:

“Se aclara la garganta antes de explayarse:

“—Yo tenía un hermano diez años mayor que yo; tenía tu edad cuando murió, descuartizado, en la ciudad de Balj, por haber compuesto un poema que desagradó al soberano del momento. Se le acusó de incubar una herejía, no sé si sería verdad, pero yo le reprocho que se jugara la vida por un poema, un miserable poema apenas más largo que una cuarteta.

“Se le rompe la voz, que de nuevo se alza ahogada:

“—Guarda ese libro. Cada vez que un verso tome forma en tu mente y se acerque a tus labios intentando salir, reprímelo sin consideraciones, pero escríbelo en estas hojas que permanecerán en secreto. Y mientras escribas piensa en Abu Taher”.

“¿Sabía el cadí que con ese gesto, con esas palabras, daba origen a uno de los secretos mejor guardados de la historia de las letras? ¿Que pasarían ocho siglos antes de que el mundo descubriera la sublime poesía de Omar Jayyám, antes de que sus Ruba’iyyat fueran veneradas como una de las obras más originales de todos los tiempos, antes de que fuera al fin conocido el extraño destino del manuscrito de Samarcanda”.

Definitivamente, el ejercicio de la poesía es peligroso, siempre ha sido peligroso. Giordano Bruno terminó en la hoguera —después de ocho años de cárcel—, por haber escrito poemas exaltados a favor de la infinitud del universo y la teoría heliocéntrica, y a Federico García Lorca lo ejecutaron, según se dice, sobre todo por unos poemas en los que menciona despectivamente a la guardia civil.

Uno se pregunta, entonces, ¡cómo es posible que Omar Jayyám sobreviviera en aquellos tiempos a su poesía? En las páginas del libro blanco que le obsequió (en la novela de Amin Maalouf) el cadí Abu Taher, escribiría Omar Jayyám sus “Rubaiyat”, un nombre que proviene “de una forma métrica (en singular, ‘rubai’), que puede traducirse laxamente como ‘cuarteto’” y que no pretendía ser el título de una obra.

Ahora bien, por lo que dice en los poemas de ese libro, Omar Jayyám era un hereje, posiblemente agnóstico, un descreído, un transgresor de las leyes del islam. El sistema de penas y castigos que promete la religión le parecía injusto y desproporcionado, y se entregaba con frecuencia al goce del vino, cantaba al goce del vino, predicaba el amor al vino, al divino vino que el islam prohíbe, ambiguamente, salvo en el paraíso:

“Escucha, musulmán, los días aptos / para beber sin herir tu conciencia: / martes, jueves, viernes, domingos,
sábados, / miércoles y lunes, ¡los demás, abstinencia!”
La forma en que Jayyám se definía a sí mismo, era, por lo demás, poco ortodoxa y daba pie a muchas dudas sobre su apego a las normas establecidas:

“¿Que yo del vino soy devoto ciego? / Y bien, lo soy. / ¿Que soy infiel, idólatra del fuego? / Y bien, lo soy”.

“Cada uno de mí en su idea fía; / mas yo, dueño de mí, tengo la mía: / Soy lo que soy”.

Omar Jayyám se empeñaba en vivir con intensidad cada instante. A la finitud de la vida oponía la alegría de vivir, la alegría elemental del vino, del amor, de la carne. Creía o temía que al final del camino de la vida lo esperaba la nada, pero el mulá decía que no: el experto en el Corán decía que no, que había un paraíso con vino y hurís a saciedad, vino y vírgenes a saciedad para los fieles. Omar entendía o interpretaba el mensaje a su manera. Omar simplemente se anticipaba:

“Si en el cielo hay hurís y vino, como dice el mulá, / nuestro premio en lo alto será beber y amar. / Yo comienzo a gozar y vaciar copas en vida, / disponiendo mi alma al placer de allí arriba”.

El amor al vino no le remuerde la conciencia. El poeta bebedor tiene, por el contrario, la conciencia más tranquila que la del mufti, el juez que juzga y condena a sus semejantes. Mejor el vino en la boca que la sangre en las manos:

“Yo bebo entre las flores, la conciencia tranquila, / y tú trabajas siempre, gran mufti de la villa; / tintas de rojo oscuro tenemos en las manos: / yo de sangre de cepa; tú, la de tus hermanos. / Entrégate al placer, oh mortal, sin recelos: / nadería es el mundo y nadería la vida / y nadería esa bóveda hecha de nueve cielos. / Amar y beber es cierto, ¡y lo demás mentira!”

Algunos versos, como se puede apreciar, son definitivamente burlones, irreverentes o sacrílegos, unos más que otros. Por decir cosas como las que decía Omar Jayyám todavía se puede ir a la cárcel en Turquía o perder la cabeza en Arabia Saudita:

“Dices que correrán ríos de vino, ¿Es el paraíso una taberna? Dices que todo fiel tendrá dos vírgenes, ¿Es el paraíso un burdel?”.

Posted in CulturaEtiquetas

Más de gente

Más leídas de gente

Las Más leídas