El momento histórico era complejo, caía un sistema tras una revolución y, como debe ser o como fue desde entonces en cada revolución, hubo muertos para allanar el camino al nuevo régimen. Muchos muertos fueron indirectos, producto de la pobreza que era enorme y se acrecentó, también, los sectores en pugna cometieron muchos abusos. Y hubo otras cosas, incluso un regicidio. Así, en aquél momento, el desarrollo de los acontecimientos enfrentaría a dos figuras señeras: El incorruptible, Maximiliano Robespierre y el inefable José Fouché.

Robespierre tenía demasiado poder y estaba más atento a gobernar que a cuidarse del señor Fouché. Esto aunque llegaría a afirmar ante la Convención Nacional, en su último discurso: “Estoy hecho para combatir el crimen, no para gobernarlo”.

Por derecho propio, el incorruptible era el más radical de los jacobinos que habían instaurado la época del “terror”, acabando con los girondinos y “llevando la Revolución a su más alto grado”.

Robespierre era abogado de formación y un gran orador, había sido alumno de Rousseau y actuaba dando la cara, de frente; Fouché, en cambio, conocía el alma humana y tenía formación humanista tras su paso por la Iglesia, pero actuaba en la sombra, nunca de frente. Sin dudas dos temperamentos disímiles.
En un discurso en la Asamblea, “Sobre la necesidad de revocar el decreto sobre la moneda de plata”, manifestó al inicio Robespierre: ¿Por qué nos hemos reunido en el templo de las leyes? Sin duda, para reconocer a la nación francesa el ejercicio de los derechos imprescindibles que pertenecen a todos los hombres. Este es el objetivo de toda Constitución política. Si se consigue este objetivo, entonces la Constitución es justa y libre; si se le ponen obstáculos, entonces no es más que un atentado contra la humanidad.

De Fouché, en cambio, no era un teórico de altos vuelos, pero sí un hombre de acción, aunque sutil. Cuenta Zweig, en su extraordinaria biografía sobre Fouché, que una noche Robespierre invitó a Fouché a visitarlo, nadie sabe los temas que trataron, estaban solos. Pero al salir de aquella casa una cosa le había quedado clara a José Fouché: una de las dos cabezas caería pronto en la cesta, la Guillotina haría su trabajo. Debía ponerse a trabajar sin demora y conspirar, su vida pendía de un hilo.

Sin dudas, Robespierre tenía muchos frentes que atender. Mientras, Fouché, visitaba, amparado en la noche, a los amigos y compañeros de Robespierre, les insinuaba que, como iba la cosa, pronto sus cabezas caerían en la cesta, pues el incorruptible no tenía control en su campaña “moral” y extrema, y que nadie estaba seguro. De esta forma, luego de unos once meses de ejercicio del poder, la cabeza de Maximiliano Robespierre cayó en la cesta. Fouché había ganado, había sobrevivido.

Robespierre no debió amenazar, debió actuar.

Aquellos hechos, y muchos posteriores, tanto en Europa como en América, nos enseñan que, guardando las particularidades y diferencias de escenarios: en política al que no da, le dan.

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