El conquistador español Alonso de Ojeda, apellido que originalmente se escribía Hojeda, fue un sayón colonial que llegó a esta tierra que hoy es República Dominicana en el segundo viaje de Cristóbal Colón al denominado Nuevo Continente.

Por su comportamiento ladino, y su dominio de todo tipo de argucias, fue encargado de apresar con engaños al bravo cacique Caonabo.

El insigne escritor dominicano Juan Bosch presenta de ese personaje, como salido de las tinieblas del Medioevo, esta estampa reveladora de su siniestralidad: “…entre los demás había algunos dispuestos a agredir sin ningún motivo. Tal era el caso de Alonso de Ojeda.” (De Cristóbal Colón a Fidel Castro, página 73, 4ta. Edición, Editora Alfa y Omega, 1983).

El historiador mexicano Fernando Ortiz, quien fue embajador de su país en el nuestro, escribió una obra titulada “1992. ¿Qué celebramos, qué lamentamos?”, en cuya página 30 dice lo siguiente: “….Alonso de Hojeda tomó presos al cacique de la región, a su hermano, a su sobrino y a un vasallo, y les cortó las orejas en la plaza de la aldea…”

Ese relato, avalado rigurosamente por la historia, es una prueba más de la crueldad de este hombre, el cual es innominadamente destacado entre los conquistadores españoles de almas retorcidas que describe con singular maestría el escritor venezolano Francisco Herrera Luque en su obra “Viajeros de Indias”.

Para los tainos que habitaban la isla La Española, colocada en el centro del Mar Caribe, los conquistadores y colonizadores españoles eran individuos con apariencia sobrenatural.

Esa creencia errónea se ampliaba y consolidaba porque los españoles cargaban aperos de muerte y tenían una gran ventaja bélica, puesto que monopolizaban el uso de la pólvora. Al verlos, la inmensa mayoría de los tainos se paralizaban por el pánico.
Los españoles, con todo su bagaje de malicia, hacían creer que ellos eran como una suerte de heraldos de Dios que actuaban contra los indígenas como si éstos fueran la encarnación anticipada del manido Anticristo.

No hay que olvidar que los conquistadores y colonizadores de América utilizaban, para sojuzgar y matar a la población originaria, tanto la espada como la cruz, tanto la pólvora como el breviario. Así lo han reseñado muchos historiadores, siendo uno de los más recientes en hacerlo Esteban Mira Caballos.(Ver La Gran Armada Colonizadora de Nicolás de Ovando 1501-1502. Páginas 151-159, obra publicada en el año 2014, con el patrocinio de la Academia Dominicana de la Historia).

Como es de amplio conocimiento, la hecatombe de los indígenas de América tiene múltiples responsables, en un arco que cubre desde reyes, duques, condes, burócratas de la Corte (entre ellos consejeros, capellanes, oficiales reales, continos, veedores, tesoreros, chambelanes, ujieres, secretarios, etc.), funcionarios coloniales, jenízaros de armas en ristre, mercaderes, comulgadores de hábito diario, curas, legos y seglares con caras de beatos hasta entorchados tonsurados de rostros hieráticos.

No pocas veces muchos de esos individuos hicieron uso del tristemente famoso “requerimiento”, que no era más que un farragoso relato con muchas mentiras y ninguna verdad sobre el origen del mundo y los supuestos poderes supra naturales de los conquistadores. Eso lo utilizaban para justificar el exterminio de los aborígenes, con el sambenito de que no cumplían con “el mandato divino de obediencia ciega”.

En el fondo, dichos conquistadores y colonizadores reproducían en América contra los indígenas muchos aspectos de la llamada Patrística, esa antiquísima y controversial vertiente teológica que resurgió con bríos renovados en Europa, particularmente durante los siglos XIII y XIV, abriendo dos franjas: Una buena, donde solo habitaban los cristianos; y la otra mala, donde se amontonaban todos los demás seres humanos.

El fraile dominico Tomás de Torquemada, designado en el año 1482 como el primer Inquisidor, con su infatigable y monstruoso fanatismo religioso, tuvo una destacada participación como bujía inspiradora de muchas barbaridades que luego se extrapolaron con diversos matices hasta estas tierras situadas en la orilla oeste del océano Atlántico.

Por eso, al analizar episodios de la historia colonial de antiguas potencias europeas en América se comprueba que muchos de los hombres de sotanas que pasaron o se afincaron por estas tierras eran un tercio curas, un tercio soldados y un tercio negociantes.
La historia registra que las simonías que florecieron en la Edad Media de Europa luego se practicaron con asiduidad en las colonias creadas en América a partir del siglo XV.

Así consta en muchos relatos y notas que recogen intrigas de sacristías protagonizadas por curas confesores y predicadores, abades, deanes y capellanes incardinados en iglesias diseminadas al sur del Río Bravo.

Volviendo a Ojeda, vale decir que más que por su parafernalia bélica, fue por una trampa finamente elaborada por éste en su cuartel situado en Jánico (y astutamente ejecutada en territorio sureño por sus sayones), que el valiente cacique Caonabo se dejó colocar en sus manos unas esposas, y grilletes de hierro en sus pies, bajo la creencia inducida por el vesánico conquistador de que eran joyas obsequiadas por los monarcas españoles.

La historia ubica a Ojeda como uno de los grandes exterminadores de los indígenas que habitaban Sudamérica y gran parte de las islas del Caribe, muchas de las cuales fueron bojeadas por él en sus mortíferos comboyes.

Es pertinente decir que lo anterior no es un retoque negativo de este personaje. Es simplemente la cruda realidad que él protagonizó sangrientamente. Durante muchos años, en su condición de conquistador y colonizador, Ojeda dirigió naos, carabelas y galeones de la llamada flota de Indias, causando grandes matanzas por las costas del Caribe continental e insular.
El cronista español Gonzalo Fernández de Oviedo escribió ampliamente sobre Ojeda, pero en su rol de fabulador agregó el supuesto apoyo de Dios a este genocida.

En el libro tercero, capítulo I, de su obra “Historia General y Natural de las Indias”, Gonzalo Fernández de Oviedo dejó plasmado lo siguiente: “E como era hombre mañoso e de mucha solicitud, continuó la guerra de todas las maneras que él pudo, así con las armas, cuando convino, como con las astucias e cautelas que suele haber en los capitanes de experiencias…”

La historiadora Carmiña Verdejo, en su biografía sobre Simón Bolívar, publicada en el 1968, narra (páginas 5 y 6) que este Alonso de Ojeda, en sus andanzas como azote de los indígenas, se encontró junto al lago Maracaibo un caserío lacustre, con chozas edificadas sobre el agua estancada, donde vivían míseramente los indígenas y que al recordar a la Venecia italiana dijo:

“Por eso la bautizaremos con el nombre de Venezuela, es decir, pequeña Venecia.” Ese acontecimiento histórico se produjo el 24 de agosto de 1499. Otros historiadores atribuyen dicho nombre a Américo Vespucio.

Los indios llamaban Coquibacoa a “ese fabuloso depósito de petróleo que parece inagotable. En ese lugar nació el nombre de Venezuela.”(Juan Bosch, obra citada, página 47).

Como se observa, Ojeda no fue un personaje cualquiera en el sangriento proceso de conquista y colonización de América. El sobresalía por su sevicia contra los indios, sin importar si lo enfrentaban o no.

El fue un auspiciador y ejecutor del etnocidio de los tainos, que poblaban la isla denominada a partir del 1492 La Española, y de otros grupos indígenas en diferentes territorios del continente americano.

Ojeda fue un gran beneficiario de las célebres Capitulaciones, a cambio de lo cual iba creando colonias. Sólo en el fértil valle de la Maguana recibió como recompensa por sus acciones seis leguas de tierra. También fue capitulante en otros lugares del Nuevo Mundo.

Ojeda volvió a Santo Domingo en el 1510, luego de realizar sangrientas correrías por Sudamérica. E incluso fue el descubridor, el 9 de agosto del 1499, de la diminuta isla de Aruba, despectivamente llamada por Diego Colón como la isla inútil, por no encontrar oro en ella.

Por capitulaciones reales del 9 de junio de 1508, Ojeda fue gobernador de Nueva Andalucía, un territorio que abarcaba, de acuerdo a la cartografía de la época, todo lo que es en la actualidad la amplísima costa norte de Venezuela y de Colombia.

Su retorno desde Jamaica para morar en un convento de la ciudad de Santo Domingo, en supuesta actitud de penitencia, lo hizo cargando, como siempre, una estampa de la virgen María, la cual al parecer Ojeda tenía como uno de sus bienes más preciados y que usaba como una especie de “resguardo” contra todos los males. Esa imagen era como su talismán inseparable, consciente como estaba que él era un insaciable destructor de vidas humanas.

Tan extraña era su mezcla de supuesto fervor mariano y su infinita crueldad contra los indios, que el famoso escritor y político español Vicente Blasco Ibáñez, al escribir un largo relato novelado sobre la vida llena de matices claroscuros de este terrible conquistador, lo tituló, no sin cierto dejo de ironía, como El Caballero de la Virgen.

El principal apoyador de las muchas maldades y travesuras de Ojeda fue el entonces obispo de Badajoz, en la comunidad de Extremadura, Juan Rodríguez Fonseca.

Son las hojas amarillas de la historia las que demuestran que este Ojeda fue uno de los más intrépidos caporales ibéricos. Por sus acciones protervas ocupa un lugar prominente en lo que el patriota y poeta cubano Rubén Martínez Villena llamaba con mucha propiedad “la costra tenaz del coloniaje español.”

Ni la estampita mariana aquella, ni el ritual barroco con que fueron sepultados de nuevo sus restos mortales el 12 de octubre del año 1942 en el ex Convento de los Dominicos, impidieron que el polvillo que podía quedar de este personaje fuera misteriosamente robado el 13 de febrero del año 1963. Algunos cronistas dicen que Fernando Campo del Pozo, un sacerdote católico de alzacuello permanente, se llevó dichos restos hacia Venezuela.

En el Suroeste criollo, formando parte de la toponimia dominicana, hay una pequeña población bautizada en honor a este Ojeda inmisericorde. Por las callejuelas y trillos de esta pequeña comarca, perteneciente al municipio de Paraíso, se observan pululando chivos y ovejas, que con sus saltos y berridos, incluyendo en el frente y los alrededores de la escuela profesor Ocasio Santana, le dan al lugar un inconfundible aspecto bucólico.

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