Casi todo lo que está sucediendo en este año preelectoral ha estado marcado por la rivalidad existente entre quienes lideraban el partido oficial, la cual derivó en la escisión de dicho partido, lo que ha tenido como efecto colateral positivo que muchas cosas que se mantenían en total hermetismo ahora salgan a la opinión pública, porque lo que los disidentes ayer permitieron o promovieron se realizara en “el viejo partido” como lo han denominado, hoy es objeto de su feroz denuncia.

La Junta Central Electoral (JCE) tiene un enorme reto sobre sus hombros, pues no solo se trata de que debe organizar las distintas elecciones previstas para el 2020 con un marco legal nuevo contemplado en las leyes de partidos y de régimen electoral, sino que debe hacerlo con unos actores políticos distintos; pues por un lado el principal partido de oposición se ha robustecido y sus altos porcentajes provocan que sus posicionamientos sean mucho más escuchados, y por el otro, la nueva fuerza encabezada por un expresidente derivada de la fractura del partido oficial, exigirá rigurosidad y denunciará con virulencia cualquier accionar que entienda lesivo a sus intereses proveniente del gobierno o su ex partido, por aquello de que no hay peor cuña que la del mismo palo.

En nuestra historia democrática se ha denunciado siempre que los gobiernos y funcionarios usan y abusan de los recursos del Estado en época de elecciones para favorecer a sus candidatos o promover sus propias candidaturas, lo que nunca ha pasado de meras denuncias sin consecuencias. Pero el nuevo panorama político hace esperar que lo que ayer se lamentó o toleró hoy no será aceptado y más que lamentos habrá exigencias fundamentadas en mandatos de la Constitución, de leyes que antes no se reclamaron y de nuevas leyes que serán enarboladas como armas de lucha.

La Resolución 33-2019 recientemente dictada por la JCE luce desconectada de estas realidades y por más buena intención que esta haya tenido en intentar enviar un mensaje de regulación a la participación de funcionarios en las elecciones no dará satisfacción a todos, entre otras razones, por sus vacíos y malas interpretaciones.

La JCE se fundamentó en el párrafo III del artículo 196 de la Ley 15-19 de régimen electoral que dispone que los funcionarios que administran recursos del Estado no podrán prevalerse de su cargo “para desde el realizar campaña ni proselitismo a favor de un partido o candidato”, estableciendo en el artículo segundo de dicha resolución que estos no podrán “disponer de dichos recursos”, pero en el artículo tercero señalan que esos funcionarios que administran recursos “no podrán participar en actividades proselitistas durante las horas de servicio público oficial”, lo que constituye un error.

Decimos esto porque la prohibición de participación en actividades proselitistas no es solo para los funcionarios que administren recursos públicos sino para todos, a lo que el artículo 196 se refiere es a que no pueden utilizar los cargos y por ende los recursos administrados en campañas, puesto que el numeral 13 de la Ley de Función Pública dispone que a los servidores públicos les está prohibido: “Servir intereses de partidos en el ejercicio de sus funciones y en consecuencia, organizar o dirigir demostraciones, pronunciar discursos partidistas, distribuir propaganda de carácter político” y en el caso particular de los ministros y viceministros la propia Constitución en su artículo 135 establece que “no pueden ejercer ninguna actividad profesional o mercantil que pudiere generar conflictos de intereses.”

El problema es precisamente que en muchos casos no hay un correcto manejo de los conflictos de intereses y, aunque los funcionarios pretendan ejercer sus cargos de día y ser activistas de campaña de noche, emulando a la planta que solo brinda su perfume en la nocturnidad, siguen siendo funcionarios públicos y no deben realizar acciones que entrañen conflictos con dichas funciones ni de día ni de noche, no solo porque una disposición legal expresamente lo prohíba, sino porque la ética y la moral así lo exijan.

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