Los debates entre candidatos a cargos de elección popular deberían ser obligatorios, pero no lo son. La democracia es argumentación, consenso, acuerdos entre posturas normalmente diversas y contradictorias, teniendo siempre como norte el bien común. Pero, objetivamente, los debates no son obligatorios. Además, no tenemos esa tradición, salvo exposiciones individuales de los candidatos (en días diferentes) ante los mismos periodistas o grupos económicos.

En otros países es normal ver los candidatos en debates electorales, incluso, primero dentro de sus partidos por la nominación, luego frente a los candidatos de los demás partidos del sistema. Al respecto, Estados Unidos y España llegan inmediatamente al recuerdo. Pero, y es una perogrullada, la calidad de nuestra democracia y aquéllas son diferentes. A la nuestra debemos ponerle comillas, negritas, cursivas y subrayado. Siendo casi inexistente más allá de las formas, por demás débiles, inoperantes y comprometidas con la degradación, el pasado y las peores prácticas.

Ahora, si bien la política se nutre de realidades, los políticos deberían ser coherentes y no cambiar según las circunstancias. Algunos siempre han querido el debate, otros no lo querían antes, por sentirse fuertes e imbatibles, y ahora sí por estar en desventaja. Es decir, argumentaban que “quien está arriba no debate, no pelea”, con una postura poco democrática y nada deliberativa. También, no se puede excluir candidatos porque las encuestas los coloquen más allá del tercer lugar. En la democracia, casi hasta etimológicamente, las minorías deben ser escuchadas, incluso sus propuestas podrían ser hasta mejores que las de los grupos que representan a las mayorías nacionales y se les debe dar el escenario para plantearlas en condiciones de igualdad.

Pero ya no habrá debate, lo cual, en el fondo, no es sorpresa. No era obligatorio, ni tenemos tradición, pero era buen momento para empezar y contrastar las ideas de los candidatos sobre diversos temas de la agenda nacional, con reglas claras para que no se constituyera en un espectáculo.

De esta forma sabríamos qué piensan los candidatos, por ejemplo, sobre la corrupción, la calidad de la educación, la investigación y los déficit tecnológicos nacionales; sobre el sistema de justicia que padecemos; sobre el medio ambiente y los recursos naturales, sobre la preservación de nuestros bosques, talados en complicidad entre militares y civiles en detrimento del país; sobre la institucionalidad, el estado de derecho y la seguridad ciudadana, temas con altas incidencias en todas las encuestas nacionales.

También, qué opinan sobre el sistema de pensiones y las AFP. Sobre los grandes temas de la economía, el dólar en franca alza, las remesas detenidas, el turismo en su menor nivel histórico y la deuda externa en niveles casi insostenibles. Cuáles son sus propuestas sobre esos y otros temas, como manejarían estas inéditas situaciones. Y no solo el cómo lo dicen, pues no es un asunto de elocuencia, sino de los datos que manejan sobre las reales posibilidades de alcanzar los objetivos propuestos: con cuales normas, de donde saldrán los fondos, y cómo funcionarían los órganos de fiscalización y control.

Pero no hubo debates. Guardaré este trabajo, quizás en cuatro años aún tenga actualidad.

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