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Luego de las sentencias de tres casos que la ciudadanía asumió como emblemáticos en la lucha por adecentar la vida pública, o contra la corrupción y la impunidad, se escuchan voces de desaliento y desconfianza.

El descreimiento llega por las expectativas creadas en torno a los expedientes Odebrecht, Tucano y Los Tres Brazos, pero talvez fueron infundadas en atención a que se alertó del daño de precipitar investigaciones y de sometimientos no amparados en bases legales ni pruebas.

Una primera conclusión, más que rasgarse vestiduras o repartir culpas, es analizar a fondo cada sentencia de los tribunales correspondientes y las motivaciones que tuvieron los jueces, las que generan opiniones divididas.

Para algunos, los casos se han caído porque fueron instrumentados por el ministerio público del gobierno anterior al que imputan la debilidad de las pruebas; para otros por un sistema de justicia estructurado a imagen y semejanza de los pasados detentadores del poder.

Fuera una cosa o la otra, la que pierde es la sociedad, que a través del tiempo ve que la ausencia de sanción se ha erigido en un baldón que insulta la conciencia nacional, lo que no debiera ser si se parte de que la anticorrupción no puede tener, de antemano, como ha sido la tónica, culpables predilectos ni ser politizada, una vía expedita para desacreditar esa noble causa.

Probablemente ese ambiente “contaminado” animara a las juezas del Tercer Tribunal Colegiado del Distrito Nacional, donde se ventiló el caso de los aviones Tucano, para decir que “los tribunales no están para dictar sentencias para apaciguar la furia de la opinión pública ni del poder político”.

Estamos en medio de una nueva oleada anticorrupción, y para que no haya más desengaños ni se repitan los mismos escenarios, la recomendación sería que la tarea judicial se haga sin alharaca, con el acento en principios básicos como la presunción de inocencia, en el cumplimiento del debido proceso y el respeto escrupuloso de la dignidad de los investigados.

Esa presunción de inocencia de toda persona es un punto nodal del derecho, un principio casi sagrado que varias garantías constitucionales custodian celosamente.

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