Recién se cumplieron 62 años del 30 de mayo del 1961, fecha de un acontecimiento que estremeció las entrañas del país y cambió su destino para siempre. Fue el inicio del fin de la negra dictadura de Rafael Leonidas Trujillo Molina, particular espécimen del autoritarismo dominicano, producto de situaciones y circunstancias irrepetibles, que aún gravita sobre el panorama criollo. El comando de acción, de un más numeroso grupo de complotados, de descomunal valentía, arriesgaron su vida y la de sus familias, aún sabiendo que se trataba de un régimen decrépito capaz de horrores inimaginables. El gobierno de terror se había destacado por su crueldad y menosprecio a la vida, que en sus 31 años de existencia, se basó en el sufrimiento físico con la violencia como signo y el aplastamiento moral de los opositores. Antonio de la Maza, Amado García Guerrero, Salvador Estrella Sahdalá, Huascar Tejeda Pimentel, Roberto Pastoriza Eder, Pedro Livio Cedeño, Antonio Imbert Barreras, Luis Amiama Tió, y muchos otros que participaron en distintos órdenes en el complot, son muestras de un descomunal valor y arrojo. Cuando los americanos con Kennedy como presidente, quisieron abortar el proceso de eliminación física de Trujillo, se encontraron con la determinación criolla de la Raza Inmortal que dijo que ese era un problema de los dominicanos a resolver por dominicanos, y lo ejecutaron. Quisieron borrar la escasa participación de la embajada de los Estados Unidos y de la CIA a través de Ángel Severo Cabral Ortiz, asesinado por encargo y héroe anónimo de la gesta del 30 de mayo. Con Trujillo murió el sátrapa de San Cristóbal y el miedo, y dio inicio un proceso de transformación medular que ha devenido en la sociedad de hoy, con grandes tareas y temas pendientes, pero adicta a la democracia y usuaria extrema de la libertad, hasta abusar de ella. Aunque había tres grupos de complotados, el jefe superior era el Gral. Juan Tomas Díaz Quezada enlace de los grupos de personalidades y empresarios de la capital. La figura del General José René Román Fernández (Pupo), a la sazón secretario de las Fuerzas Armadas, vinculado a los conspirados, ha quedado con su participación histórica afectada por quienes escribieron sobre los hechos. Su horrenda muerte ordenada por Ramfis Trujillo, hijo del dictador, que montó una cruel persecución y venganza de los ejecutores del magnicidio, lo distanció a propósito de los hechos y las circunstancias marcaron su accionar. El luego general Arturo Espaillat Rodriguez (Navajita), estratega vegano y único militar graduado en West Point, de no aclarada posición en el ajedrez de la muerte de Trujillo, fue factor del fracaso de la segunda parte del complot. La llevada de Pedro Livio Cedeño, herido, a la Clínica Internacional, fue otro factor. Hubo muchas complicidades con Ramfis, compartes y sus acólitos, autores principales de diferentes niveles, martirizaron a los héroes en la Hacienda María como tiro al blanco, amarrados a matas de coco y cuyos cadáveres jamás han aparecido. La deuda con esos hombres y sus familias, que sufrieron las consecuencias de sus actos, no tiene dimensión. l

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