Aunque se coloque tras los otros tres poderes, es el cuarto el que puede dominar a los demás y al resto de los mortales. Basta un plumazo desdichado de un periodista para empañar honras, trayectorias o gestiones que, con o sin fundamento, tachan a una persona para siempre o impulsan su nombre -en negritas y subrayado- sin que haya vuelta atrás, más para mal que para bien.

Es una verdadera responsabilidad contar con un medio (escrito, radial o televisivo, a los que habría que agregar las implacables plataformas digitales) con el que puede resaltarse una labor o hundirse en un segundo la reputación de toda una vida por una desinformación que, de tanto rodarse y repetirla, va tomando fuerza y apariencias de verdad, como un hilo desatado cuto origen se desconoce, pero que, igual, va convirtiéndose en una enredada madeja difícil de desatar. Tras cada nombre irreflexivamente utilizado y sin las debidas comprobaciones, hay una historia y una familia que se ve afectada, ya que la fuerza expansiva trasciende la existencia de aquel que haya sido injustamente señalado.

Si bien el art. 367 del Código penal castiga con prisión al que ataque el honor y la consideración de otro al que se le ha imputado un hecho falso -o peor aún, magnificado para obtener sensacionalismo- el daño moral está infringido y se ha roto el cristal que ha dejado correr el agua, sin posibilidad de recogerse. Incluso, el intento de penalizar esa actuación injusta constituye en sí misma la reedición del mal ocasionado, no solo porque subyace la duda, también porque tendrían luego que enterarse hasta los que no lo hicieron al principio y la retractación no la leerán los mismos que vieron el infundio inicial.

A pesar de las previsiones de la Ley 6132 sobre expresión y difusión del pensamiento, las amplias libertades para decir lo que se le ocurra al comunicador, sin medir las consecuencias, son con frecuencia un caudal desbordado de mentiras y oprobios personales que ninguna norma pudiera remediar posteriormente, por más estricta que fuera, ya que el nombre del afectado permanecerá por años en las redes donde será recordado eternamente, bien por lo ocurrido o bien por lo inventado.

Los miembros de la prensa deben estar conscientes de que esa pluma o el verbo es un privilegio para dirigirse al público y crear opinión, no un arma para herir nombres o personalidades construidas con mucho esfuerzo a las que bastaría una piedra para cuartear su imagen. En cada expresión lanzada deberían analizarse los efectos que provoca porque, si bien las palabras se las lleva el viento, las ofensas no.

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