En una entrevista concedida a elCaribe el miércoles de esta semana, Ignacio Ramonet, identificado por el diario como propulsor del progresismo, declaraba que en el país hay una fórmula de pragmatismo y sensatez para la solución de los problemas, y Miguel Mejía, quien lo acompañaba, agregaba que los problemas locales y mundiales no pueden ser afrontados desde una óptica meramente ideológica, sea de izquierda o de derecha.

Esta declaración recuerda lo afirmado por Francis Fukuyama en 1992 de que la historia como lucha de ideología había terminado con un mundo final sustentado en una democracia liberal que acabó por imponerse una vez producida la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética.

Los vocablos “izquierda” y “derecha” surgidos con la Revolución Francesa de 1789 para diferenciar a los jacobinos, más radicales, y que se sentaban en el lado izquierdo de la asamblea legislativa, de los girondinos, más moderados, y que tomaban asiento en su lado derecho, significaron desde entonces el progresismo en contraposición al conservadurismo.

Con la revolución industrial y el surgimiento de las nuevas clases sociales, trabajadores y empresarios, los primeros se cobijaron bajo la bandera del progreso social, mientras los segundos resistían las reivindicaciones de aquellos.

Los intelectuales dieron contenido ideológico a esta lucha, unos partidarios del socialismo, que postuló el control por el Estado de los medios de producción, y otros defendiendo “el dejar hacer, dejar pasar”, corriente que se conoció con el nombre de liberalismo.

La confrontación del comunismo y el capitalismo dominó el escenario mundial hasta 1991, pero su extinción no ha implicado que desaparezca la concepción ideológica de lo que significa ser de izquierda o de derecha.

La primera defiende la necesidad de una sociedad en la cual se persigue la igualdad y la inclusión de sus diferentes clases; en cambio la segunda, se sentirá más cómoda si se evita la intromisión del Estado en las relaciones entre particulares, pues confía que el mercado por sí solo puede nivelar las diferencias.

Naturalmente, el lenguaje y los temas del progresismo y el conservadurismo van cambiando con el tiempo. En Europa, por solo citar un ejemplo, obtenidas las reivindicaciones sociales de la clase trabajadora e integrada está a una sociedad de clase media, la izquierda ha adoptado nuevas reclamaciones que se fundamentan más en lo social que en lo económico, lo que ha derivado en una narrativa que no todos comparten de defensa a los trabajadores migrantes y a los colectivos de minoría, en tanto que la derecha a la par que sustenta el neoliberalismo para tratar de abrogar normas de protección social, deriva su discurso en teorías conspirativas para negar el cambio climático o avances de la ciencia en materia de salud.

En la República Dominicana el diálogo político usualmente no ha tenido estas connotaciones ideológicas. Las plataformas de los partidos tienden a presentar generalidades, sin comprometerse con medidas específicas, lo que hace muy difícil calificarlos como de derecha o de izquierda, salvo para aquellos minoritarios que aún se proclaman como comunistas o de otros que en su accionar cotidiano muestran claramente su conservadurismo.

No obstante, la afirmación del párrafo anterior debe ser tomada con ciertas reservas, pues en los últimos tiempos se aprecia en las declaraciones de algunas agrupaciones o de algunos dirigentes partidistas simpatías por ideas que claramente pueden ser calificadas como de corte conservador o progresista.

Desde que se inauguró la democracia en 1961, en el país la dirigencia política ha atacado las medidas de su oponente cuando está en el gobierno, ha lanzado acusaciones, ha generado debates, pero hasta hoy nunca se había caído en la descalificación personal por razones ideológicas.

Cierto, se decía de tal o cual dirigente que era comunista, pero sin que esta afirmación tuviera como propósito condenarlo por sus ideas. En cambio, cada vez es más frecuente escuchar por los medios de comunicación y las redes sociales insultos, injurias y difamaciones porque una determinada personalidad se manifiesta en contra de las posiciones políticas de otra.

No hay un verdadero debate de ideas, solo acusaciones personales. Se intenta callar al oponente no por la vía de rebatir sus posiciones, sino con el uso de un razonamiento de carácter personal. Y es así como vemos en los medios y en las redes que fulano es progre o facha; que es fusionista o racista, que pretende destruir el escudo nacional porque es contrario a la enseñanza de la Biblia en las escuelas públicas, que se vendió al mejor postor y último subastador porque está difundiendo la necesidad de vacunarse. Ejemplos hay muchos.

Una democracia debe sustentarse en un diálogo político de intercambio de ideas, de choque de opiniones, porque si recurrimos al argumento ad hominem, o sea, a desacreditar al contrario en vez de refutar sus razonamientos provocaremos una crispación en el debate que al país ni a nadie conviene.

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