Entre juez y legislador existe una responsabilidad compartida, consistente en la creación de los instrumentos propiciatorios de la pacificación social. Así, el primero mediante la codificación civil o penal del derecho procura votar prescripciones prohibitivas o preceptivas, cuyo imperio queda dotado de abstracción genérica, pero al segundo le incumbe la obligación de realizar la transformación de tal mensaje jurídico en solución particularizada, a través de la justicia procesalmente administrada, tras suscitarse alguna conflictividad intersubjetiva.
A decir de Francesco Carnelutti, el proceso judicial, al igual que el derecho, surgió para evitar la lucha incivilizada entre personas, la guerra de uno hacia otro y viceversa, o bien el duelo armado como ordalía de vieja data. Así, el juicio penal o civil vino a ser el remedio paliativo de tales actos de barbarie, por cuya razón frente a la discordia fue necesario pasar ante el juez, en busca de procurar la concordia mediante la administración de la justicia.
Luego, apelando a la misma fuente, el proceso judicial puede verse como medio, método o sistema, cuya representación gráfica pone de manifiesto una secuencia de pasos, uno seguido después de otro, gradualidad temporal o acto dotado de solemnidad, por cuanto ante todo se trata de un juicio que va sobrellevándose por fases sucesivas hasta la culminación de semejante camino tortuoso, habida cuenta de que convendría tutelar una serie de bienes jurídicos, tales como libertad, vida, propiedad, justicia y paz, entre otras prerrogativas que ameritan similar protección.
En el plano narratológico, el proceso suele catalogarse como un drama u obra teatral, o bien como un espectáculo circense, pero todo va a depender de cómo el juez, considerado como imagen mimética de Dios, maneje la policía de la audiencia para revestir el juicio forense de la debida solemnidad, máxime cuando en cualquier proceso judicial los bienes jurídicos e intereses de mujer u hombre pueden acarrear serios peligros, puesto que uno de los contrincantes obtendría la victoria, ya que rara vez la justicia salomónica logra tener cabida.
Ello sabido, huelga traer a colación que el juez desempeña la labor jurisdiccional entre ciencia y técnica, puesto que bastarse con el conocimiento dogmático resulta insuficiente y así ha sido tanto en tiempo pretérito como en la actualidad. Ayer, Francesco Carnelutti preconizó que el juzgador, tal si fuera un músico, debe interpretar la partitura mediante la conversión de los signos en sonidos. Hoy, Donald Dworkin ha parafraseado semejante criterio, tras dejar establecido que el derecho constituye una obra de arte, pero cuya lectura hermenéutica requiere sensibilidad estética y formación humanística para descifrar su contenido.
De vuelta a nuestro epígrafe, al juez, aunque concita el mérito de ser el jurista por excelencia, también se le equipara con el sacerdote, pero además queda convertido en el mediador entre legislador y ciudadanía, a través de cuya interpretación procura confrontar la hipótesis jurídica, consistente en la descripción del hecho punible, el tipo penal referenciado en la preceptiva con la premisa fáctica, determinada mediante el juicio probatorio, mientras que tras de sí ha de surgir la solución particular del caso llevado ante la justicia.
Con la interpretación judicial, el juez pone en práctica ante el auditorio forense el magisterio social de la justicia, toda vez que semejante operación silogística, tras convertir en audiencia oral, pública y contradictoria la razón genérica, el mandato abstracto u orden prescriptiva general en la norma jurídica dotada de particularidad para solucionar el caso, realizándose entonces la debida mediación entre ley y hecho probado, a fin de adjudicar el fallo ganancioso de causa a la parte que resulte victoriosa sobre la contienda regida por el derecho.
Como la conflictividad social suele ser consubstancial a la especie humana, en tanto que pese a la prédica cristiana, el amor hacia sus congéneres mediante actos de altruismo nunca ha sido la regla moral imperante e ínsita en la generalidad de la gente, por cuya razón el derecho y la ciencia del proceso judicial permiten tener bajo control el egoísmo individual que convierte a mujer u hombre en el lobo descripto en la obra de Thomas Hobbes, intitulada El leviatán, en donde preconizó la necesidad de la existencia del Estado absolutista, adjunto de ley y justicia para eludir la lucha incesante o guerra de todos contra todos.