Los procesos electorales por definición deben tener ganadores y perdedores, pero contrario a lo que a veces se piensa esto trasciende la persona del candidato e implica mucho más que eso.

Las recientes elecciones de los Estados Unidos de América es un perfecto ejemplo de esto, no se trataba únicamente de Joe Biden y Donald Trump, o del partido Demócrata y el Republicano, sino que estaban en juego principios y valores defendidos por uno, y denostados por otro.

Por eso la victoria de Joe Biden no solo es celebrada por sus correligionarios, sino también por muchos que habiendo simpatizado siempre con el partido del opositor, o incluso siendo parte del mismo, sentían que el candidato de este con su estilo atípico no encarnaba los valores en que creían o por los que habían luchado.

Los valores democráticos, la inclusión, la dignidad, el respeto por las personas, el compromiso con los deberes ciudadanos, la igualdad de derechos, el cuidado del medioambiente, estaban en juego, como también lo estaba la mística de un país de inmigrantes, pero sobre todo, su condición de referente del mundo tan debilitada en los últimos años.

La boleta ganadora era totalmente representativa de lo que el mundo de hoy entiende que debe suceder, con una vicepresidente electa mujer, la primera increíblemente en la historia de ese país, hija de dos inmigrantes de sitios tan diversos y distantes como Jamaica y la India, unidos por el amor, la lengua y el haber nacido en países que fueron parte del imperio británico. Kamala Harris no solo rompió el techo de cristal por ser mujer, sino por su origen, y constituye un inspirador ejemplo para muchos y una prueba de que el esfuerzo, la preparación y la perseverancia tarde o temprano rinden frutos.

El voto popular y el electoral volvieron a ponerse a prueba, y si bien dos siglos después de su instauración buena parte del mundo no lo entiende y muchos reclaman que debe ser revisado, lo que es evidente es que los Padres Fundadores de esa gran Nación tuvieron un propósito noble, el tratar de evitar que unos cuantos Estados por ser los más grandes, y más poblados, prácticamente tuvieran en sus manos la elección de sus gobernantes, lo que les restaría representatividad y legitimidad, tratando de garantizar un equilibrio, porque los electores de un Estado pequeño tienen tantos derechos como los de uno grande.

Independientemente de que el presidente no haya reconocido la victoria, o de que decida accionar contra los resultados en distintos Estados, la legitimidad de las elecciones ha sido reconocida por una mayoría, y afortunadamente en este caso tanto el voto popular como el electoral coincidieron en el ganador. Por eso no sorprende que, aunque como en pasados procesos electorales en dicho país el resultado fuera dado en base a proyecciones matemáticas consideradas invariables por una cadena televisiva, a la que se sumaron otras, incluyendo a una archiconocida como simpatizante por el otro candidato.

En momentos tan difíciles como los que atraviesa la humanidad bajo los efectos de una pandemia que ha provocado la peor crisis económica de la historia reciente, era importante no solo para los Estados Unidos sino para el mundo un soplo de esperanza, una perspectiva humana, y un clima de mayor solidaridad, respeto y armonía, dejando fuera los discursos altisonantes, el desprecio a la ciencia, la irreverencia ante las reglas de un protocolo que es fundamental para poder superar la crisis sanitaria, porque usar la mascarilla no es solo un deber de protección personal, sino un compromiso con el prójimo.

Todos los procesos eleccionarios terminan en alegría para los vencedores y amargura para los perdedores, pero solo la legitimidad de los mismos permite la necesaria aceptación. Por eso aun cuando unos números fríos otorguen ganancia a un candidato gracias a un sistema de votación que contrario al norteamericano permita que los menos valgan más y por tanto controlen la elección, la legitimidad y la representatividad se resienten, y de no aprenderse las lecciones las pérdidas serán mayores que las ganancias.

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