El resultado del primer fallo en el país sobre el más grande escándalo de corrupción internacional hasta ahora conocido, el caso Odebrecht, no tomó por sorpresa a una sociedad que despertó de un gran letargo gracias a su destape y que salió a reclamar justicia y cese de la impunidad, pero que desde las primeras señales dadas por las pasadas autoridades y el anterior procurador supo que no había la intención de someter a todos los implicados, pero sí una decisión de excluir la mayor obra realizada por la empresa sindicada como corrupta, la Central Termoeléctrica de Punta Catalina, y a los principales actores de dicha contratación.

Por eso la ciudadanía había perdido el interés en dar seguimiento al largo e incidentado proceso que empezó con 14 imputados y terminó con apenas 6, y la fe en su dilatada sentencia, mucho más luego de la lapidaria calificación del expediente que había sido dada por la entonces juez de la Suprema Corte de Justicia y hoy procuradora en ocasión de un voto disidente emitido por esta a mediados de 2017, de que el mismo adolecía de “una dificultad probatoria”, el cual como muerte anunciada terminó descargando a cuatro, y condenando solo a dos de los imputados.

Lo que la sociedad no ha olvidado son los exorbitantes montos de los sobornos declarados por los funcionarios de Odebrecht ni los revelados en los documentos filtrados de su división de operaciones estructuradas que lastimosamente tuvo su sede en República Dominicana probablemente por la certidumbre que sentían de operar a sus anchas, así como que no todos los presuntos implicados fueron investigados.

Esta sociedad tampoco ha olvidado cuáles han sido las consecuencias de las investigaciones y las sentencias en otros países envueltos en la repugnante trama y el decepcionante contraste con los resultados en nuestro país, no obstante, si bien aquí el caso ha estado en los últimos lugares en cuanto a la profundidad y seriedad de la investigación, así como en la aplicación de sanciones, no ha estado exento de consecuencias importantes, entre estas quizás la más trascendental la decisión del gobierno de nombrar a la cabeza del Ministerio Público a una persona reconocida por su carrera judicial y su trayectoria de honestidad y de decisiones fundadas en buen derecho y no en amarres políticos, lo que fue una respuesta al reclamo de buena parte de la sociedad y constituyó una señal de que la promesa del hoy presidente de una justicia independiente se traduciría en los hechos.

Por eso a la ciudadanía le importa más lo que sucederá luego de que se instrumente el esperado expediente Odebrecht2.0 que lo que decidió la sentencia que será objeto de apelación, tanto por parte del Ministerio Público como de los condenados, pues la anterior investigación se entendió hecha a la medida, no para hacer justicia, sino para garantizar la impunidad de quienes convenía al poder político de turno preservar incólumes.

La necesidad de una investigación responsable, imparcial y bien fundada es no solo fundamental sino perentoria, pues la ciudadanía debe reencontrar las esperanzas perdidas en un sistema cuya credibilidad está severamente erosionada para poder renovar su adhesión al contrato social que regula sus derechos y deberes en nuestro Estado de Derecho.

Con ese nuevo expediente la Procuraduría General y su Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa en gran medida se jugarán la faja, pues del resultado de esa investigación dependerá que los ciudadanos puedan creer en la justicia, que los poderosos de todas las esferas entiendan que la ley es igual para todos y que la perversa cultura de impunidad empiece a revertirse, lo que ciertamente no erradicará la corrupción que es parte de la naturaleza humana, pero acrecentará el temor a la sanción, que muchas veces es la mejor arma contra el delito.

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