Las últimas mediciones sobre la opinión pública respecto al tema que encabeza este artículo revelan que más del ochenta por ciento de la población dominicana se encuentra preocupada y rechaza el continuo y permanente flujo de nacionales haitianos que arriba ilegalmente a nuestro país. La marcha multitudinaria del pasado 6 de agosto es una muestra palmaria de esa inquietud, que según sus organizadores conducirá a la pérdida de la nacionalidad y la integridad territorial, lo cual ya se manifiesta con pequeños pueblos cercanos a la frontera hoy ocupados por ciudadanos de la vecina nación.

Pero independientemente de esta valoración, que otros núcleos de dominicanos ponen en entredicho, lo cierto es que la llegada masiva y desorganizada de estos migrantes causa ingentes problemas en las finanzas públicas, especialmente en los ámbitos de la salud y la educación, pues los menguados ingresos de nuestro presupuesto tienen que ser desviados para atender los partos, cada día en mayor número, de parturientas haitianas, para ofrecer servicios sanitarios en los hospitales públicos a los trabajadores migrantes y para recibir en las escuelas a los niños en edad escolar de las familias de estos inmigrantes.

Hasta Wilfredo Lozano, director del Instituto Nacional de Migración, a quienes los denominados grupos nacionalistas han tildado de prohaitiano declaraba el pasado 9 de agosto que “la tasa de crecimiento de la migración haitiana es alarmante, su dimensión numérica absoluta es mayor, lo cual genera problemas importantes en el contexto de las políticas sociales”, confesión dramática de que se está ante un fenómeno de proporciones impredecibles que debe llamar la atención de las autoridades.

Estas anunciaron en meses pasados un programa para controlar los viajes a las maternidades del país de las embarazadas haitianas y la construcción de un muro fronterizo. De la primera medida ya no se acuerdan los responsables de aplicarla y todo parece indicar que no se ha puesto en práctica y de la segunda los medios de comunicación cuentan que el levantamiento de la verja se inició y continúan los trabajos.

De esas medidas escribí en esta columna advirtiendo que, para lograr su eficacia debían ser acompañadas de una política de persecución a las mafias que de ambos lados de la frontera se ocupan en el tráfico de los indocumentados. El ministerio público acaba de golpear fuertemente a una banda dedicada a la explotación sexual de trabajadoras venezolanas y colombianas, muestra evidente de que están preparadas para combatir a quienes, en nuestro territorio, validos de sus funciones públicas, civiles y militares, se dedican al tráfico de seres humanos indefensos y sumidos en la pobreza.

Ahora bien, es necesario añadir que los migrantes haitianos huyen de la miseria extrema y de la inestabilidad política de su país y llegan aquí atizados por el hambre y la inseguridad en busca de un trabajo, aunque sea penoso y mal remunerado. Si cruzan la frontera es porque de este lado encuentran quien los contrate. Hasta los años 80 eran los ingenios azucareros que con la complicidad de los dos Estados trasegaban con miles de braceros para someterlos a condiciones laborales de explotación extrema, lo que llevó a la OIT a condenar al país por la utilización de mano de obra en situación de esclavitud.

Hoy en día esa mano de obra haitiana es empleada en todo el sector agrícola, en la construcción y en algunos servicios, y se denuncia que sus empleadores pagan salarios inferiores a los que reclaman los trabajadores dominicanos, se evitan tener que inscribirlos en la seguridad social y los denuncian a Migración cuando la administración de trabajo les exige cumplir con los requisitos de la ley laboral. Los empleadores se defienden y afirman que no encuentran dominicanos interesados en trabajar, y en cierto modo no dejan de tener razón, porque se trata de trabajos arduos, pesados y fatigosos, que cuando un país crece, como lo ha hecho la República Dominicana en las últimas décadas, el nativo prefiere emplearse en una ocupación más cómoda y que le proporcione mayores ingresos. Hace ya treinta años un obispo amigo, muy amante de su parcela agraria me decía que el campesino era un ser en extinción.

Naturalmente, esta observación no los exime de su responsabilidad social. Esos trabajos extenuantes e insalubres, que los nacionales rehúyen, han sido superados en muchas latitudes mediante la tecnificación y últimamente con la tecnología. El corte y las cosechas son mecanizadas, las faenas rudas de la construcción han sido reemplazadas por maquinarias, pero para ello se necesita invertir y mientras el empleador encuentre una mano de obra dispuesta a servirle por un bajo salario y excluida de la protección social no lo hará.

Por eso es necesario que las autoridades impongan el respeto a la ley y que todo su peso recaiga sobre los hombros del empleador que utilice la mano de obra de un ilegal. No se hará de la noche a la mañana, pero es necesario comenzar, pues solo así se podrá finalmente enfrentar con éxito la inmigración ilegal..

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