“Es devastador que menos de un año y medio después de la llegada del cambio a Chile, las cosas estén como están”
Pablo Iglesias

El proceso político chileno solo puede entenderse a partir del deterioro democrático en el país. Solo reconocerlo ya es lamentable. Empecemos por el principio: como consecuencia de la rebelión popular de octubre de 2019 fue elegida democráticamente una Convención Constitucional de 155 integrantes, paritaria, con escaños reservados para los pueblos originarios, participación de independientes y capacidad de autorregularse que culminó sus trabajos hace menos de un año. Su propuesta constitucional fue sometida a plebiscito el 4 de septiembre de 2022 y rechazada por un 62% de los electores.

Como continuación del proceso para una nueva constitución luego del rechazo septembrino, el pasado domingo Chile eligió lo que se denominó “Consejo Constitucional” compuesto en esta ocasión por 50 integrantes (más uno de los pueblos originarios), con normas establecidas por las cúpulas partidarias y por el congreso, más un grupo de expertos, una comisión de admisibilidad y una seguidilla de trabas y cortapisas a lo que puede o no contener la nueva propuesta de Constitución.

Los resultados han sido, igual que los de septiembre, un desastre para el Gobierno y para el llamado progresismo que lo apoya. La ultraderecha chilena organizada en el Partido Republicano ha logrado 23 de los 50 consejeros a los que se deben sumar los 11 de la llamada derecha tradicional. En la práctica los 16 consejeros que los cercanos al Gobierno consiguieron elegir no serán más que espectadores en la formulación de una nueva constitución que no va a reemplazar a la de Pinochet: la va a retocar. El único resultado que puede salir del Consejo Constitucional recién elegido es una propuesta que busque el perfeccionamiento del modelo de organización política neoliberal, vigente por algo más de 40 años en Chile, un dirigente empresarial lo describió así: “Es la oportunidad de tener una constitución promercado”.

Luego del desastre del 4 de septiembre, ante la pregunta de qué ocurriría en mi país, expresé mi convicción de que la coyuntura no dejaba más que dos alternativas al gobierno: la opción de recurrir a las organizaciones populares incorporando líderes sociales a funciones de gobierno para conseguir apoyos tan necesarios en ese momento, o la opción que entonces califiqué como el “gobierno del 15 de noviembre de 2019” en referencia a la fecha en que las “élites” políticas chilenas acordaron asustadas transformar la casi inmanejable crisis estructural en una solución constitucional. El Gobierno, argumentando la necesidad de incorporar “expertise”, optó claramente por esta segunda salida y ofreció cargos ministeriales a los que habían perdido la elección presidencial del 2021 (habían quedado por allá por el quinto lugar en la primera vuelta). Los resultados de este domingo 7 de mayo demuestran que su decisión no fue una buena idea puesto que ahora al gobierno, con expertos y expertas, con moderados y moderadas, le fue peor. Recogieron casi un millón de votos menos.

¿Y ahora? Tendremos que aceptar que el gobierno del “15 de octubre de 2019” terminó, y que para superarlo hará falta algo que los funcionarios del Gobierno no han dado muestras de poseer: convicciones programáticas.

La mejor muestra de lo que afirmamos es que lo primero que hicieron al conocer los resultados fue salir esa misma noche en busca de apoyo entre los restos de la Concertación. Un apoyo que no les asegura nada y que por el contrario los hará seguir bajando en las encuestas. Prefirieron esa salida en lugar de buscar las causas de lo que está ocurriendo en Chile en las cuestiones estructurales en una demostración más de debilidad y de ausencia de convicciones: cada vez que el Gobierno hace una propuesta, al día siguiente aceptan que le bajen la “peligrosidad a la mitad” tratando de acercarse al oasis de acuerdos a los que nunca llegan, puesto que no hay tal oasis. A esa especie de espejismo alimentado por la derecha llegan producto de una extraña concepción de la política al más puro estilo “woke” (identitarios y moralizantes), que implora acuerdos de “buena fe” y otras banalidades ante una derecha consciente de que la política es una cuestión de intereses y que esos intereses se defienden. Partir de esa evidencia nos permite asegurar que la política es un asunto demasiado serio y por eso hay que dejársela a políticos. Los activistas no son buenos políticos y el no asumir las complejidades y los conflictos de la política conduce a la impotencia que manifiestan quienes ante la ausencia de ideología proclaman orondos y orondas “no soy ni de izquierda ni de derecha”. Es decir, no son nada.

El drama de Chile, a 50 años del golpe de Estado, amenaza ser recordado como un “jingle”. Todo apunta a borrar de la memoria por qué fue bombardeado el Palacio de la Moneda, el exilio, la tortura, la prisión, la desaparición de personas, el porqué de los derechos suprimidos, de la justicia social ausente en las pautas de la conmemoración.

Lo que está aconteciendo en mi “largo pétalo de mar” nos recuerda que es hora -especialmente para los entusiastas de un proyecto fracasado- de trazar la línea entre la izquierda y el progresismo. Es hora de llamar al progresismo por su nombre “liberal reformismo” (Matías Kahn) y es hora de la izquierda asumir la política estructural (Andrea Zhok), en la que toda acción política debería, para construir mayorías, ser persuasiva, antineoliberal, provocar organización, poseer claros objetivos estratégicos y una desafiante dimensión emancipadora.

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