Diversos analistas de políticas públicas afirman que diez años es el mínimo prudente para determinar el impacto de las políticas en una población. Aunque no es este el caso, me atrevo a ser optimista y pensar que hay algunos avances en torno a la participación laboral de todas las personas.

En 2013, la Fundación Francina, junto a otros actores, empezaron a impulsar acciones en las que promovían la inclusión social de las personas con discapacidad en todos los espacios. En aquel momento las puertas cerradas se sucedieron una tras otra, sin importar que se tratara de empresas o instituciones públicas.

En reuniones, jornadas de trabajo, talleres y todo tipo de espacios conversábamos sobre la necesidad de empujar transformaciones sociales que facilitaran la apertura al desarrollo pleno de hombres y mujeres a todos los niveles. Hubo quienes con toda franqueza nos dijeron que estábamos perdiendo el tiempo: “Eso es muy difícil, no es fácil trabajar con esa gente”.

Sin embargo, en los últimos meses ha empezado a ocurrir un fenómeno que nos tiene gratamente sorprendidos. Diversas instituciones públicas y empresas se han acercado a la Fundación Francina para solicitar orientación y acompañamiento en sus procesos internos.

Algunas buscan poner en marcha una política de inclusión laboral. Otras tienen claro que se centrarán en la accesibilidad de sus servicios. Otras están abiertas a hacer una transformación profunda a gran escala.

En cada uno de los casos, tratamos de plantearles una ruta crítica. A veces llegan con ideas grandiosas, llenas de complejidades y disposición a incurrir en grandes gastos. Su sorpresa es cuando les contamos que las cosas son mucho más sencillas de cómo lo han planeado. Aquí es donde entran los servicios: guía, capacitación, acompañamiento y diseño de estrategias.

En casi diez años identificamos buenas prácticas y formas de mejorar los entornos laborales. Lo primero fue explicarles que contratar una persona con discapacidad debe ser un proceso de reclutamiento como cualquier otro. Hasta el momento, muchas empresas fracasaban en sus políticas de inclusión laboral porque tenían como único criterio la discapacidad. Dejaban de lado las competencias técnicas, profesionales y las posibilidades disponibles alrededor de un perfil de puesto.

Un caso de éxito reciente en torno a este mecanismo lo obtuvo ProDominicana. El año pasado la Fundación Francina les invitó a participar en el proyecto Oportunidades Laborales para la Autonomía (OLA), que se ejecutaba en colaboración con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

La institución accedió, contratando como pasante a un abogado que le recomendamos. Luego de facilitarles acompañamiento sobre accesibilidad física y digital, estrategias de gestión de diversidad del talento y otras herramientas, manifestaron su apertura a nuevas acciones.

Cuando terminó la pasantía del abogado, el equipo de exportación recomendó su contratación. Y en este momento ese profesional con discapacidad visual es especialista en la Ley de Metales. Todas las empresas que precisen certificación en este rubro, tendrán que pasar por sus manos.

La satisfacción de ProDominicana contrasta con la aversión que manifiestan otras entidades luego de lanzarse en procesos de inclusión laboral sin ninguna orientación ni acompañamiento. Por eso, resulta gratificante recibir las solicitudes de empresas telefónicas, industrias e instituciones públicas.

Hace cinco, seis y nueve años la apertura a este tema era distinta. Quiere decir que en cierta medida se están dando pasos específicos hacia la eliminación de la desigualdad por condición física, sensorial o cognitiva.

Ahora bien, ¿Es esto suficiente? Para nada, todavía 6 de cada 10 personas con discapacidad carecen de ingresos formales o informales. Siguen los desafíos de formación. Y permanecen grandes barreras de movilidad.

En las próximas tres entregas abordaré más en detalle aspectos sobre transporte, seguridad social y acceso a educación. Por esta vez, la noticia es positiva.

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