La muerte horrenda de Juniol Ramírez Ferreras, el abogado que hizo nombre por sus conocidas denuncias contra la corrupción, nos encuentra sumergidos en un preocupante momento de decadencia moral a todos los niveles.

Despertamos y nos vamos a la cama con nuestras mentes ocupadas en lo horripilante de cada caso. Matar sin piedad, por rencillas o por dinero; robar, secuestrar para pedir recompensas, engañar, chantajear y comprar conciencias y voluntades, es un ritmo de vida que se hace constante y hasta normal entre los dominicanos.

Los esfuerzos del Gobierno para combatir esta secuela de situaciones nocivas se ven empañados, cuando el comportamiento de gente comprometida como servidor del Estado igual forma parte de este mar de atrocidades y conductas deshonrosas.

Al escribir estas líneas, me pregunto cuántas veces me he referido a este mismo tema, precisamente motivada por incontables circunstancias parecidas a la que motivó esta reflexión.

Juniol Ramírez tuvo un final que es difícil saber si alguna vez lo imaginó, partiendo de la seriedad de sus posturas y confrontaciones contra quienes entendía cometían actos que reñían con la moral pública y las leyes dominicanas.

Nadie merece morir de esa forma, y mucho menos un dominicano a quien nunca se le conocieron caminos equivocados como figura del medio ni en el plano personal.

Pero el problema de fondo trasciende la infeliz muerte de este abogado, quien al final de cuentas es consecuencia directa de la degradación moral que nos afecta como sociedad, con evidente tendencia a agudizarse. ¿Entonces qué hacemos? ¿Irnos y abandonar nuestro adorado terruño, donde nacimos y hemos desarrollado nuestras vidas? ¿Marcharnos y dejar que el cataclismo que nos azota arranque de cuajo nuestros más preciados sueños de ser y tener una mejor nación?

Estoy plenamente convencida de que no es ni será nunca una opción acertada. La experiencia enseña que “el pleito” se echa desde adentro, porque afuera seríamos simples espectadores, mientras dejamos cancha abierta a los malos de esta realidad infausta que atenta contra la estabilidad y el necesario equilibrio que necesita un Estado.

Sí, se puede. Por eso hago valer mi insistencia de que como buenos ciudadanos, que somos la mayoría, afrontemos cada adversidad que se convierta en amenaza para lograr nuestros objetivos comunes.

Hagamos nuestra y en la forma más práctica posible la célebre frase del escritor y pensador político irlandés, Edmund Burke, de que “para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no hagan nada”.

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